Si algo llama la atención del capitalismo en estos dos siglos de existencia es su capacidad para la supervivencia. Su imprinting evolutivo a lo largo de la historia ha superado épocas tormentosas; en su mochila carga con dos guerras mundiales y una media. Con lo de media no me refiero a la Guerra Fría que surgió de 1945, sino a la de 1870 entre un París que amamantaba anarquistas y la imperial Alemania en pleno proceso de ebullición económica una vez superadas las algaradas de 1848. Los germanos traían a sus espaldas el bicho capitalista de la misma manera que en Alien, de Ridley Scott, se hospedaba a bordo el extraterrestre que amenazaba con destruir a los pasajeros originarios de la aeronave. El alienígena no consiguió su propósito. El capitalismo, en cambio, se inoculó en la sangre del Imperio alemán -ya lo había hecho antes en la del Imperio británico- hasta que la dinámica histórica acabó cuarenta y muchos años después con el emperador. Mera formalidad. El capitalismo resurgió con más fuerza si cabe con la República de Weimar. Igual hizo con los nacionalsocialismos instaurados primero en Italia y después en Alemania. Y más tarde en Portugal y en España. Después de algunos coqueteos autárquicos y anticapitalistas -solo hay que leer algunos discursos de Franco recién terminada la guerra-, nuestro país lo abrazó plenamente a partir de 1959. Y nada digo de Rusia y China, por ser tan evidente que corro el riesgo de caer en el pleonasmo.
Aunque Marx se equivocara ostensiblemente tanto en El Capital como en El Manifiesto Comunista, ya sospechaba del pequeño burgués que tendría que mamar de sus pechos pero que a la hora de la acción no comulgaría con su objetivo; es decir, que dejaría colgado a los afines de clase. Los denominó la canalla. “La canalla son tontos y seguirán siendo necios in seculorum”, escribió en una carta a su querida Jenny Von Westphalen.
El capitalismo se ha aprovechado de “la canalla” a lo largo de su historia. Se podría decir que es la consumidora más fiel de los productos generados por los grandes capitalistas. Con un añadido sutil: la irrupción en la segunda mitad del siglo XX de las tecnologías de masa, que han cambiado la estructura de producción al evidenciarse una alianza estrecha entre empresa y consumidores. La plusvalía ya no se genera tanto a costa del proletariado cuanto de los consumidores, que no siendo un factor de producción -y por lo tanto no soportando sobre sus espaldas sus cargas- son instrumentos necesarios para la generación de beneficios. A su vez, la globalización de esos servicios, debido a su gratuidad, permite la más fácil asimilación del sistema productivo. El proletariado ya no se ve físicamente sojuzgado, sino que recibe las mismas prestaciones que los burgueses y por lo tanto tiende a su equiparación, lo que da como resultado un tremendo segmento de pequeños burgueses, que precisamente era la clase a la que tanto despreciaban Marx y Engels, como se deduce de su abundante correspondencia.
Pues bien, el instrumento más eficaz hoy día de ese proceso son los reality televisivos. Si siguiéramos la terminología marxista diríamos que la canalla pequeño burguesa es alimentada por el capitalismo ofreciéndole carne fresca con la que satisfacer sus más bajos instintos. La única intención de estos programas es el número de televidentes, que hace aumentar la cuota de mercado, lo que a su vez llevará a más ingresos por publicidad y a ofrecer a sus socios unos ratios financieros y económicos solventes.
La jugada es maestra. La clase es instrumento necesario y silente de las necesidades de producción. Y además sin complejo alguno. No es que los proletarios se hayan acogido, a la manera de Kautsky, a la lucha de clase no revolucionaria, sino que sencillamente se han convertido en un instrumento necesario del capitalismo. Su más fiel aliado. “La clase obrera no puede desempeñar su papel revolucionario en el mundo de no llevar una guerra implacable contra la apostasía, contra la falta de principios, contra la actitud servil ante el oportunismo”, escribieron G. Zinóviev y N. Lenin en 1915. Cuán equivocados estaban. Las bajas pasiones juegan un doble papel en la naturaleza humana. Iguala a la especie al aflorar sus ancestros volitivos, pero la distrae de su tendencia evolutiva, que tiende de manera inexorable al predominio de los frutos de la razón.
Hoy, los reality cuentan en todo el mundo con un principal consumidor: esa clase obrera ahora convertida en pequeños burgueses por obra y gracia del capitalismo moderno. Estos programas se insertan en la franja cotidiana que supera el instinto de supervivencia; adormece el talento vital humano de saber lo que nos conviene y lo que no; juegan el mismo papel que la grasa del donuts o el glutamato monosódico como potenciador artificial del sabor. De la misma manera, distorsiona la cualidad ética que lleva a no desear el mal de terceros ni a deleitarse ante una disputa que no forme parte de un juego aceptado socialmente. O sea, dicho con todos los respetos, animaliza al ser humano, y, por lo tanto, el sujeto queda a merced de hilos que no mueve su mano, quedando restringida su voluntad intelectiva. Ese es el espacio y tiempo que aprovecha el capitalismo como siempre ha hecho a lo largo de la historia de la humanidad desde el siglo XIX. Y vuelve a actuar de manera exquisita, sin apenas evidenciarse. A la manera de aquel verdugo medieval que cortaba con tal destreza la cabeza de los condenados que ellos ni siquiera lo notaban. La cabeza perdía el contacto con el tronco cuando el verdugo dejaba caer una bolsa con falsas monedas de oro mientras les anunciaba, con una pérfida mentira, el perdón. Morían con una sonrisa en los labios.
