Dos libros han venido últimamente a dar lustre al panorama literario en español sobre los fenómenos del populismo de izquierda y derecha. Son dos libros diferentes, pero los dos sirven de palanca para la reflexión sobre dos tendencias que, aunque con mucho ruido mediático, en la España moderada de hoy no alcanzan más allá del 15 por ciento en la intención de voto. En el primero de ellos, Fernando Sánchez-Dragó transcribe sus conversaciones con Santiago Abascal, líder de Vox (ed.: Planeta). El otro está escrito por Mark Bray y se titula Antifa: el manual antifascista (ed.: Capitán Swing). En su primera parte, realiza un recorrido sobre el auge de los movimientos fascistas. En la segunda, deja deslizar con no poca evidencia pinceladas sobre la ideología de izquierda radical actualmente con más eco en Europa que en su país de origen (EE.UU.).
Es más asumible la impronta moral de los movimientos radicales fascistas o filofascistas de los años veinte y de los de la extrema izquierda de los años sesenta y principios del año 2010 que la estandarización de los valores de los mismos grupos una vez que han alcanzado las esferas del poder y como catecúmenos intentan propagarlos al resto de la sociedad en comunión impuesta que no admite ningún grado de apostasía.
Estos movimientos, caracterizados por unas formulaciones más volitivas que analíticas —con una no escondida colectivización de sentimientos personales—, poseen un componente populista evidente. Se alejan de toda metodología racional y con una gran facilidad se inmiscuyen, a través de un discurso directo y sencillo, en el espectro del tejido social más necesitado de reafirmarse en sus convicciones o en sus agravios y a la vez más proclive a la acción. La acción solo requiere una mecha para encenderse. Y un argumento tiene menos gasolina que una proclama.
Volvamos la vista atrás y analicemos el surgimiento del fascismo en Italia: crisis económica, nacionalismo radical y enemigo exterior: los judíos como fuente de la que manaban todas las miserias, retornándose a reproches calcados a los que se propagaban en la Segovia del siglo XIV y XV. Póngase ese caldo de cultivo en el siglo XXI y se descubrirá el agua de la que bebe la ultraderecha de hoy, solo que cambiando a los judíos por los migrantes. Introdúzcase un anti a las anteriores formulaciones (anticapitalismo, antiespañolismo —o nacionalismo regional irredento— y antipolíticas de control de la emigración) y se dibujará el perfil del populista de ultraizquierda.
La tesis de la herradura, según la cual los extremos tienden a tocarse, se convierte en ese contexto en algo más que en una figura retórica para coincidir en un rechazo al racionalismo ideológico sobre el que el liberalismo fundó su teoría política y económica. La formulación de ideas por privilegio de clase —sean élites, sean populares— y la lejanía del principio de duda razonable van unidas a la imposición de criterios programáticos y valores rígidos como un sillar románico y en los que cualquier brecha es anatemizada desde su formulación sin permitir ningún contraste dialéctico. ¿Puede un interesado propiciar con ellos un debate sereno sobre los distintos matices que componen, por ejemplo, la identidad nacional o de género? ¿Se puede discutir racionalmente sobre los presuntos derechos de clases desfavorecidas: minorías raciales y religiosas, okupas, inmigrantes ilegales…? ¿Alguien puede hablar, sin temor a ser calificado inmediatamente, sobre la complejidad moral de la regulación del aborto en uno o en otro sentido?
Otra tangente de los populismos es el uso de la violencia: la extrema derecha la concibe como una manera de defensa personal como otra cualquiera —recuerden el ridículo debate sobre la tenencia de armas de fuego—; la extrema izquierda, como el medio más efectivo para la consecución de determinados derechos y objetivos, bien sea ocupar un inmueble, realizar un referéndum ilegal, protagonizar un escrache o luchar contra el fascismo (las declaraciones de Mark Bray, autor del libro antes citado no dejan lugar a la duda: “Como Durruti, creo que al fascismo no se le discute, se le destruye”). Y en este asunto, las referencias de los unos y de los otros también se internacionaliza. Los de un lado apelan al caso norteamericano y a su derecho histórico —con respaldo constitucional— a la tenencia de armas. Los otros, a la autodefensa legítima de Polonia y Ucrania durante la Segunda Guerra Mundial o de Eslovenia en la crisis de los Balcanes.
Y, por último, reparen en sus respectivas alergia a los medios de comunicación libres. Casi es una costumbre que se vete a medios en sus actos o que señalen con el dedo a quienes consideran periodistas molestos. Se explayan en otros canales en donde la reflexión se complica frente a los enunciados dogmáticos y en donde el análisis crítico queda constreñido al casar mal con una limitación de caracteres. Porque el pensamiento o es dialéctico, o no es. Y no lo afirmo yo, lo mantenían Aristóteles y Hegel: unos cualesquiera en el panorama del pensamiento débil predominante en el populismo.
