Ángel Cristóbal Montes, notable intelectual español, definía la cultura, allá por 1981, como lo que queda después de olvidar lo aprendido. Me llamaba la atención esta definición porque suponía que para poseer algo había que olvidar la mayor parte del todo que contiene ese algo. Olvidar para ser: un proceso sugerente y arriesgado cuyo éxito estriba en fijar correctamente el valor de la memoria y también el alcance de sus límites.
Toda nuestra vida se desarrolla entre el olvido y el recuerdo. Sería tan trágica una persona sin memoria, y por lo tanto sin capacidad para tejer una red de relaciones entre las cosas, como otra ganada por ella, viviendo el presente solo como generador de futuros recuerdos. Los clásicos, a quienes siempre recurrimos, no han tenido muy claro el papel de ambos, memoria y olvido, en el sostenimiento de la personalidad del ser humano y de ese ser colectivo que es la sociedad. En tiempos de Platón la escritura comenzaba a jugar un papel importante en la transmisión de la cultura. Empezaba el declive de la oralidad, método que utilizó Sócrates para ejercer su magisterio. Si no fuera por Platón no conoceríamos su pensamiento. Se hubiera quedado latente en el ágora, entre los pórticos de la Plaza del Mercado o en los adoquines de las calles atenienses. O sería pasto del olvido. Pero Platón mantenía –precisamente él que nos ha legado textos maravillosos- que era mejor tener los conceptos grabados en la memoria que al alcance de la mano, por estar escritos. Así lo expone en el diálogo entre Thamus, rey egipcio, y Theuth la divinidad creadora del número y del cálculo, de la geometría, la astronomía, y también de las letras. Theut intentó venderle a Thamus los beneficios de las letras, pero el rey egipcio la rechazó con el siguiente argumento: “Es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera (…) no desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio” (“Fedro”. Ed.: Istmo).
La memoria, sin embargo, no es solo un instrumento para el aprendizaje de conocimientos. También posee su vertiente moral, que es la que hoy nos interesa. Y parece que le ocurre lo mismo a nuestros compatriotas, enfrascados en dilucidar su alcance, a veces con resultados paradójicos, ya que se hace depender de sobre qué y sobre quién se aplique.
Si no se realiza una gestión de la memoria su carga puede ser demoledora. Tanto para un individuo como para una sociedad. En tanta ocasiones el recuerdo da peso a una mochila que presiona la espalda y termina arqueándola. Al contrario, cuanto más ligero aparezca el pasado mayor sustancia moral adquirirá el presente y el futuro. La memoria se entrena, se instruye, se manipula. Moralmente el olvido es más libre. La felicidad de un pueblo viene medida por su salud –la carencia de vicios, su visión de futuro- y por su mala memoria a la hora de ajustar cuentas. La escritura del pasado es siempre interesada, y por lo tanto tendenciosa, cuando se realiza desde el presente y con criterios morales actuales. El anacronismo distorsiona los juicios al cargarlo de emociones. Ello no debe suponer un obstáculo ni a la valoración jurídica ni a la indagación histórica ni al magma cultural que subyace en la personalidad de un pueblo. Pero hasta el Derecho tiene su propia manera de gestionar la memoria a la hora de aplicarla a la reprochabilidad: a ello se debe –sin ir más lejos- la caducidad de los tipos penales. La importancia del pasado debe adquirir, en cambio, relevancia por su pálpito en el presente, adherido como una segunda piel al cuerpo social, dándole entidad, diferenciándolo de otras comunidades con experiencias diferentes. Pero todo esfuerzo por revivirlo como fuente moral es poco provechoso y corre el peligro de enviciarse con sentimientos como el reproche y, lo que es peor, la venganza. En no pocas ocasiones lo que aconteció es una excusa para abrir viejas heridas y para adormecer la conciencia de presente que no se proyecta, al carecer de recorrido vital –absorto como está en las sombras del pasado- hacia el futuro. En otras, el peligro estriba en su reescritura como manera de alterar la personalidad de un individuo, de una sociedad o simplemente de controlar la realidad (“1984”, de Orwell).
Jorge Luis Borges hace del juego memoria y olvido materia de su literatura. Y lo plasma como nadie lo ha hecho después de Proust. El relato “El inmortal” trata el dilema con delicadeza y emoción al hacer un dibujo paralelo de la memoria y de la inmortalidad, tratándolas como las mismas impostoras con distinta cara. Sin embargo, la vertiente moral de la cuestión se refleja en su poema “Leyenda”, en el que se describe el encuentro entre Caín y Abel, tiempo después del fratricidio. Abel no recuerda quién ha matado a quién. Caín le responde: “Ahora sé que en verdad me has perdonado, porque olvidar es perdonar. Yo también trataré de olvidar”. A lo que Abel responde: “Así es, mientras dura el remordimiento dura la culpa”. Proposiciones estas de calado axiológico que confluyen en el punto 27 de su poema “Evangelio apócrifo”: “Yo no hablo de venganza ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón”.
El olvido requiere generosidad, alteridad y altura de miras. Principios estos no siempre compatibles con las tendencias más primarias de la naturaleza humana. Y que como la libertad, asustan.
