Hay conceptos que con el paso de los años toman un sentido que acaba desfigurando el original, que pierde su contexto histórico y su referencia semántica. Ocurre con el término fascismo, hoy más cercano del insulto que de la definición de una ideología que tuvo su nacimiento en una época determinada. Pasa lo mismo con el término liberalismo, que igual sirve para un roto que para un descosido, conviviendo debajo de su paraguas experiencias políticas y éticas dispares. José Bergamín centró en parte la cuestión: “Soy liberal en todo menos en política”. Y, en efecto, la amplia gama de políticos que en España reclaman para sí el término liberal parecen coincidir solo en la importancia de la economía de mercado como motor de desarrollo. No está mal como punto de partida. Pero el liberalismo es algo más, encerrando una teoría ética y moral sin cuyo tratamiento cualquier formulación cojearía.
Como ya hicimos en nuestro artículo Contra los populismos, partimos de dos excelentes libros de publicación reciente que nos animan a azuzar el debate: Liberalismo, los diez principios básicos del orden político liberal, de Juan Ramón Rallo (ed.: Deusto), y Lo que el dinero no puede comprar , del premio Princesa de Asturias Michael J. Sandel (ed.: Debate).
Tres premisas como inicio del debate: ¿Son los grupos moralmente más importantes que los individuos?; dos: ¿Cuál es el límite de los intereses y deseos individuales, y, por lo tanto, el límite de la acción encaminada a conseguir el interés o deseo particular?; y, por último, ¿asigna el mercado por sí mismo los recursos suficientes para conseguir la satisfacción del mayor número posible de ciudadanos o tiene limitaciones morales? Dicho de otra manera ¿en dónde no debe mandar el dinero?
El primer problema con el que se encuentra el liberalismo es el engarce del subjetivismo ético (la frase de Bergamín) con la soberanía del individuo en la sociedad. No es lo mismo defender que el individuo sea el punto de referencia de la filosofía política frente al colectivo o a un grupo específico (proletarios, miembros de una nación, de una creencia religiosa) que otorgar al ciudadano la capacidad ética y política para perseguir dentro de la sociedad en que vive sus intereses o deseos fuera de cualquier otra consideración.
Admitamos que no existe ninguna entidad social por cuyo bien merezca sacrificarse. O que incluso los estándares morales del grupo no deben recaer como losa muerta (salvo las obligaciones jurídicas) sobre la conciencia individual. Pero el interés del grupo debe tener mayor peso moral que el del individuo si se quiere vivir en colectividad, aunque el individuo posea recursos suficientes para satisfacer sus deseos de manera autónoma. Cuantas más cosas pueda comprar el dinero, más importancia adquiere la abundancia (o su ausencia) como palanca de desigualdad, lo que desde el punto de vista moral abre muchas incertidumbres si se conoce el papel que juega la tendencia corrosiva de los mercados -o sea, la especulación y la corrupción-. Pero no solo. Vamos más allá. ¿Admitirían de buen grado los ciudadanos de Madrid que una marca de coche se adjudicara o construyera un carril en la M-30 y que en las horas de atasco solo los automóviles con esa marca pudieran circular por él? Estamos por lo tanto en el centro de la cuestión: la definición del límite o, en positivo, del alcance de los derechos individuales.
Si los derechos individuales se ensartan en el orden moral social, lo primero que cabe preguntarse es el correlativo deber que todo derecho implica. Y el primero es el de respetar el orden moral de la sociedad en la que el individuo ha elegido convivir. Y saber que, superados regímenes absolutos, totalitarios y teocráticos, ese orden moral no es inmutable, sino que depende de la situación de una sociedad en un momento determinado. Y ello no debe ser impedimento para que se reivindiquen principios individuales que la sociedad no debe nunca alterar, como el de la propia vida, porque es un principio natural que el ser humano no puede ceder por su propia esencia para entrar en una comunidad. Para los liberales, sin embargo, no es el único, el otro más paradigmático es la propiedad, hoy con pocos detractores.
Pero, en última instancia -y nos repetimos- el debate moral consiste el conocer los límites de los derechos de los que son sujetos el individuo -incluidas la vida y la propiedad- y si esos derechos le vienen por su consideración de individuos o de ciudadanos. O sea, sin son preexistentes a la organización del colectivo, y este debe respetarlos, o adquieren razón de ser, y no solo reconocimiento, dentro de la organización que se da el colectivo, ente autónomo y superior moralmente al individuo.
Las teorías filosóficas, políticas y económicas de autores como Adam Smith o John Stuart-Mills sentaron las bases de una racionalización del sistema económico y de una humanización del hecho político heredero del antropocentrismo griego y de la moral cristiana, pero no suponen en el primer tercio del siglo XXI un sistema moral autosuficiente ni superior en un mundo de interrelaciones globales, con amplias desigualdades y en cambio permanente.
