El desplome del índice de producción industrial un 33,6 % en el mes de abril con respecto al mismo mes del año anterior evidencia algo más que un leve resfriado coyuntural producto de la pandemia. La cuestión estriba ahora en si existe capacidad de reacción en un sector con alto valor en la economía española, registrando el 70% de la exportación nacional, el 80% de la inversión en I+D+I y una estabilidad en el empleo y una cualificación profesional muy superior al de otros ramos. La caída de la producción manufacturera y la paralización del sector servicios han conllevado una paradoja en los índices macroeconómicos españoles que no se conocía desde la posguerra: han sido el campo y la iniciativa pública quienes han sostenido las riendas en estos casi tres meses aciagos en lo que a la economía se refiere.
La relación de España con la industria es la historia que subyace a toda asignatura pendiente. En el siglo XIX, las cuatro guerras civiles que sufrió el país impidieron una revolución industrial semejante a la que se acometió en otros países del entorno. Tres factores se unieron en una tríada letal: la escasa capacidad productiva de la manufactura tradicional –a excepción de la textil catalana-; la inexistencia de un mercado local y la dificultad de acceso al internacional –por ello la necesidad de los aranceles- y la escasez de capitales, que se dirigieron a la compra de las grandes tierras procedentes de la desamortización –lo que, sin embargo, no propició como se esperaba la necesaria revolución agraria y agrícola-. El repunte en la producción durante la Gran Guerra se vio bruscamente roto en 1936, y la brecha duró hasta la década de los sesenta con la aprobación de los Planes de Desarrollo.
En estos momentos, la incidencia del sector industrial en el PIB español es del 12,6%, que se eleva al 16% si se incluye la generación eléctrica. Lejos por tanto del objetivo 20% de peso relativo que estableció la Comisión Europea como estrategia para este año. Solo Navarra, el País Vasco y la Rioja lo superan. Castilla y León alcanza el 15,6%, por encima de la media española sin energía, pero también distante del objetivo europeo citado.
Los anuncios de desinversión de Nissan, Alcoa y tantas otras empresas más pequeñas no ayudarán a la recuperación manufacturera. Sobre la industria española se cierne ahora una triple amenaza: la ausencia de tecnología propia que la ha hecho depender de multinacionales, la progresiva deslocalización de empresas nacionales y auxiliares -que comenzó con la entrada de España en el Mercado Común y siguió con la ampliación de la UE- y la competencia asiática. Pero hay otro factor destacable: el precio de la energía. Parece difícil de admitir que en estos años no se haya alcanzado el estatuto electrointensivo para los grandes consumidores y que se haya frivolizado tanto con el sector del automóvil con declaraciones como “el diesel ha muerto” de la ministra Ribera. Mientras, nada se ha hecho para incentivar la fabricación y el mercado del coche eléctrico.
Es buena época esta para un Plan de Reindustrialización que aborde cuestiones como la formación profesional, el precio de la energía, la determinación de subsectores estratégicos y la ayuda pública a la instalación de empresas. O –y que no se asusten los liberales clásicos- la participación de la Administración de manera temporal en el capital de determinadas sociedades, y como último recurso. Es muy interesante el documento que sobre esta cuestión ha publicado la UE, en el que entraremos en otro capítulo. El caso es que no estaría de más sacar del cajón, para aprender de ellos, los Planes de Desarrollo de López-Rodó y Estapé que tanto bien hicieron a la economía española. Sin prejuicios. Como pacto de Estado.
