La semana pasada entré en una iglesia bilbaína del centro, bien limpia y muy cuidada. Un artilugio digital conectado al sistema de sonido ‘rezaba’ el rosario: enunciado y contestación coral de tres o cuatro voces. Pronunciación limpia y correcta, totalmente ajena al sonsonete habitual que las personas mayores suelen imprimir a esta plegaria en las parroquias, sean del barrio que sean y estén en la ciudad que estén. La cabeza se me fue a la leyenda urbana que circulaba en los años setenta sobre las clases en la facultad de derecho de La Laguna: un profesor nuevo llegó al aula y se encontró con un buen número de magnetofones de casetes en las mesas y ningún estudiante. Preguntó al bedel (de cuando existían) que le contestó que estaban en la playa y que luego escucharían su lección, cómodamente, en casa (o no). El día siguiente también había un magnetofón funcionando en la mesa del profesor.
Desde luego no hay nada mejor que una máquina para conseguir un alto nivel técnico en algo: los robots aprietan mejor las tuercas de los coches y los pintan más homogéneamente… y así se evitan reclamaciones sobre que uno esté mejor y otro peor habiendo pagado lo mismo. Y desde luego puedes ajustar aquello hasta estar seguro (o casi) de que la tarea se realizará al mejor nivel posible. Esta perfección se extiende a las reparaciones: los mecanismos diversos se ordenan por equipos independientes que se conectan unos a otros. Así, en caso de avería, es fácil saber cual no funciona y cambiarlo. Y así se hace ya en muchas marcas de primera línea. Pero esta ventaja indudable tiene también su lado obscuro y peligroso: ya no sabemos qué es lo que no funciona, lo que se ha estropeado. Basta con cambiar el ‘paquete’ correspondiente y a correr.
Indudablemente sí hay gente que sabe que pasa en el pack integrado: un sistema de big data anuncia cuáles requieren más veces su sustitución y, si económicamente compensa, un equipo internacional de expertos analiza la cuestión, define el fallo con precisión y lo arregla para todo el mundo mundial. En fin, que cinco expertos saben muchísimo de aquello y el conocimiento elemental, básico, práctico de tantos mecánicos de tantos pueblos y ciudades de todo mundo, se ha perdido. A ellos ya no les llega esa información. Resultaría inútil: cuando el vehículo se para ya no buscamos al mecánico del pueblo más próximo. Se telefonea al número correspondiente y el seguro puede que te lleve hasta un coche (según la publicidad) y desde luego una grúa para trasladar el coche a la ‘central’.
Nosotros nos quedamos sin la explicación elemental que nos ofrecía entre sudores el mecánico sobre por qué echaba humo el coche… y sin su arreglo provisional que permitía llegar a nuestro destino y allí llevarlo al taller oficial de la marca para que solucionaran definitivamente la avería. No es que ya no se pronuncien palabras como cigüeñal, cárter, el árbol de levas, las tapas y juntas de culatas, filtro de aceite o bomba de agua… que ahora suenan a chino; lo peor es que van desapareciendo esos saberes que conformaban especialistas en varios niveles y daban dignidad profesional a tanta gente.
Y los pobres feligreses, a quienes se les empieza a cascar la voz, se callan ante la perfección de la selección musical litúrgica que ha montado el DJ parroquial
Parece que meter la cabeza y el corazón en lo que se hace tiene cada vez menos importancia. Y crece la sensación de que lo clave es que los resultados sean cada vez más brillantes y como no podemos disponer de un buen coro ponemos música digital en las iglesias. Y los pobres feligreses, a quienes se les empieza a cascar la voz, se callan ante la perfección de la selección musical litúrgica que ha montado el DJ parroquial. Ya ninguna voz anima al personal desde el presbiterio a que todos canten (los hombres también, nos insistían): no hace falta para el buen efecto que se busca. Y si te descuidas no hay momento alguno de silencio en los templos en ese empeño de crear un ambiente agradable, tipo hilo musical, aunque sea más difícil rezar.
La capacidad reductiva de la reproducción mecánica de música, imágenes fijas, imágenes en movimiento (sonoras o no), los mixes por ordenador de unas y otras o de todas, su presencia en las diversas pantallas, en redes, en plataformas o en lo que sea es mucho mayor de lo que nunca pudo suponer Walter Benjamin, que ya advirtió de este peligro. Desde luego cabe poner inteligencia, creatividad, originalidad, emoción y todo lo personal que se quiera en la creación de unas y otras. El peligro es limitarse a su simple y mero consumo, porque el espectador puede enriquecer lo que mira o escucha en un artilugio mecánico, eléctrico, electrónico o digital: basta con poner el corazón en ello. Así logrará integrarlo en su mundo intelectual, en mayor o menor medida en función de su preparación previa; pero siempre habrá enriquecimiento en la participación. También de la obra a que se atiende.
La superespecialización no es mala. Lo que resulta un horror de lesa humanidad es el encerramiento en ella
La superespecialización no es mala. Lo que resulta un horror de lesa humanidad es el encerramiento en ella; porque la vida no tiene solo dimensión técnica; ni esta tiene por qué ser la fundamental. Más aún, una persona sin inquietud cultural alguna es solo limitadamente humano. Y me refiero a la cultura en sentido amplio, como el conjunto de curiosidades, más que de saberes, sobre lo que da sentido a nuestra vida: desde donde vivimos a qué comemos y cómo; desde qué sentido tiene la muerte a cómo nos relacionamos con los demás en nuestro pueblo.
Parece que caminamos hacia un mundo con un reducido número de especialistas que saben casi todo de cosas limitadísimas y una masa, cada vez mayor, que no importa que no sepan nada de nada. Un faraón, tres arquitectos, cien capataces y millones de esclavos empujando piedras para construir las pirámides de hoy. Importa disponer abundantemente de esas multitudes y renovarlos para que estén en forma, pero no hace falta que aprendan algo: basta con que sepan empujar (y tengan fuerza). Y en eso estamos: cada vez más gente sabe menos y cada vez unos pocos saben cada vez más. Lo importante es que queramos saber por qué vivimos y por qué vivimos así.
(*) Catedrático de Universidad.
