Sagrada Familia con ángel entre Santa Catalina y Santa Bárbara es otro tríptico que estuvo, pero que ya no está, en el convento segoviano de Santa Cruz. La tabla central hasta pudo ser robada por los franceses de Napoleón y, después de larga y azarosa andadura, ha sido adquirida por el Museo del Prado. Como éste ya tenía las tablas laterales, sacadas de Segovia a raíz de la exclaustración, se ha podido recomponer el conjunto, tenido por obra del Maestro de Franckfurt o de su taller. El cabildo segoviano debió estimar mucho la tabla central y, en momento que desconocemos, encargó una copia que se exhibe en el Museo Catedralicio.

Este magnífico grupo escultórico de época romana es conocido hoy como La Ofrenda de Orestes y Pílades; otro de sus nombres fue Hipnos y Tánatos (El Sueño y la Muerte); y un tercero, El grupo de San Ildefonso, por haber sido traído a este palacio por los reyes Felipe V e Isabel de Farnesio. Fue trasladado a Madrid por R. O. de Fernando VII firmada en 1829. Y en Madrid sigue, en el Museo del Prado. Dice la Wikipedia hablando de la obra: “También se conoce como grupo de San Ildefonso por su antigua situación en un paraje de la provincia de Segovia”. No se puede ser más impreciso salvo que se diga que su nombre se debió a haber estado en un paraje de la Sierra de Madrid.

Haciendo reformas en el palacio de Riofrío para habilitarlo como Museo de Caza, se descubrió un cuadro con una cuerna de venado rodeada por un búho y cabezas de lobo, jabalí, zorro y oso. Los expertos convocados para su examen dictaminaron que estos últimos elementos eran añadidos a la obra primitiva, en la que sólo estuvo la cuerna de ciervo pintada por los prodigiosos pinceles de Velázquez. Tuvo un lugar señalado en una estancia palaciega, pero duró poco tiempo allí. Los rectores de Patrimonio Nacional debieron pensar que un cuadro de Velázquez con la Cuerna de un venado no “pintaba” nada en un palacio enclavado en medio de un monte de fresnos, encinas y enebros por entre los que los gamos viven casi en libertad y se lo llevaron, ¡cómo no!, a Madrid.

Visito el interesantísimo Museu Frederic Mares, de Barcelona, y quedo sorprendido ante una escultura procedente del convento de San Francisco, de Cuéllar. Es una talla de grandes dimensiones, pues tenía que destacar en un imponente retablo de siete calles, cuatro pisos y ático. Por cierto, no sé cómo esta escultura cayó en manos de Marés, escultor y coleccionista, pero sé que se mantiene, bien expuesta y cuidada, mientras que del paradero de las demás piezas del retablo, muchas y todas de la misma calidad, no se sabe absolutamente nada. Acaso se hicieron astillas para quemar en alguna chimenea.

El castillo de Coca es una de las joyas arquitectónicas de la provincia de Segovia. Construido por miembros de la familia Fonseca acabó siendo propiedad del Ducado de Alba, uno de cuyos administradores, en 1829, desmanteló su patio renacentista y se llevó la estatua del lancero que, cual la Promacos ateniense, oteaba el horizonte desde lo alto de una torre. Su imagen sólo aparece en viejos grabados, uno de los cuales fue comentado así: “El viajero ha querido llevarse un recuerdo gráfico de ese castillo sorprendente y lo ha dibujado con minuciosidad. Por alarde le pone en lo alto de una torre, un guardián con armadura, yelmo y lanza. Le parece que así le da al castillo una nota de autenticidad”. El guardián colosal no fue un añadido del dibujante, estuvo, fue desmontado y no sabemos dónde fue a parar.

Cristóbal Pérez de Teruel, pintor, el año 1653 recibió del Ayuntamiento de Segovia 1.460 reales por este cuadro de Nª. Sª. de la Fuencisla, primero bien documentado y primero que se pintó con la Virgen sobre trono de nubes sostenido por dos ángeles. Otro Ayuntamiento lo donó el año 1861 a la reina Isabel II para que la protegiera en su próximo alumbramiento. De acá para allá, el cuadro terminó en la hospedería del Valle de los Caídos. O sea, que o nos quitan las obras de arte, las vendemos por dos perras o las regalamos.

Perdidas entre las maravillas del Museo del Prado para todos a menos que busquen exqusiteces están las pinturas románicas que salieron de Maderuelo. Su existencia se hizo notar a partir de 1922, cuando un americano de los que andaban por aquí buscando joyas perdidas empezó a arrancarlas antes aún de haberlas comprado. Hubo protestas y cesó el expolio. El propietario ofreció la ermita (40.000 pts) y los frescos (30.000 pts) al Estado, que no compró, pasando la pelota a la Diputación de Segovia, que tampoco las compró. En 1947 se empezó a construir el pantano de Linares y ante el peligro que el agua suponía para las pinturas, el Estado envió al experto José Gudiol para que las arrancase y las trasladase al Museo del Prado.

Estas pinturas, con una Anunciación en las tablas laterales y la Magdalena en el centro, proceden del convento franciscano de Stª. María de la Hoz, en el Duratón, del que desaparecerían a raíz de la desamortización. En 1980 se hallaban en una colección privada de París, de donde fueron traídas a España por la Galería Caylus, que me las prestó para la exposición SEGOVIA 1492 ENTRE DOS SIGLOS, organizada en el Torreón de Lozoya. Estaban en venta, pero aquí no interesaron. Finalmente, fueron adquiridas por el Estado que las depositó en el Museo Arqueológico Nacional, de Madrid. Ocasión perdida de recuperar una obra de arte que se creó para un lugar segoviano.

Hebilla visigoda procedente de la necrópolis de Castiltierra (Segovia) y expuesta en el Museo de Málaga. Pongo esta historia recogida de oídas y que no sé lo que tendrá de cierto. Arando los campos próximos al Corporario, por la Tierra de Fresno de Cantespino, los labradores encontraban objetos vistosos que sus hijas usaban como adornos. Un día llegaron hasta allí los que construían el ferrocarril Madrid-Burgos y, en la taberna, alguien enseñó al capataz uno de aquellos objetos. Este lo compró y, durante cierto tiempo, compró también otros que le siguieron llevando. Al final, el capataz revendió lo comprado a un anticuario del Rastro, de Madrid. Y así se consumó aquel expolio producto de la ignorancia: de las tumbas a los labradores, de estos al capataz, del capataz al Rastro y de aquí a muchos museos del mundo.

Y acabo narrando la pérdida más reciente. Viajando por la Tierra de Fuentidueña, los estragos del tiempo que te encuentras abruman. De las murallas de la Villa, quedan fragmentos; de su castillo, unas paredes irreconocibles; de la iglesia de San Martín, convertida en cementerio, unos muros informes… Esta, tenía un ábside de armónicas proporciones, adornado en su interior con tan hermosas esculturas, que llamó la atención de los poderosos americanos que lo compraron para plantarlo en el Museo The Cloisters de Nueva York. Corría el año 1957, hubo protestas de la intelectualidad española, pero no sirvieron de nada y al año siguiente, 1958, el ábside, desmontado piedra a piedra, fue trasladado a América. Con lo que pagaron se consolidó y restauró la iglesia de San Miguel que ya había cogido el camino que la conduciría a la ruina.

Y esta es una historia que oí, pero de la que no puedo decir que sea cierta. En la ciudad de Segovia había tres esculturas que los estudiosos atribuyen a la cultura vetona. Dos de ellas, tras azarosos pasos por calles y plazuelas, han pasado al Museo Provincial pero una tercera se halla en el Museo Arqueológico Nacional, de Madrid. ¿Cómo llegó allí? Dicen que estaba en la Judería, dando a la calle, pero empotrada en una casa que perteneció al erudito local Ildefonso Fernández y que éste la donó al museo, donde sigue, bien expuesta y cuidada, como vemos en la fotografía, subida a la red por el propio museo.
Para que no se olvide.
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* Supernumerario de la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce.
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