Hay establecimientos en Segovia que por su ubicación, por lo entrañable de sus personajes o porque todos hemos comprado dentro alguna vez, forman parte de la decoración y la vida de la ciudad de una manera natural. Uno de ellos fue durante muchos años el Quiosco del Azoguejo, que en sus orígenes primero era conocido como el de La Dionisia, y que durante décadas y hasta su cierre hace dos o tres años regentaban mano a mano desde primera hora de la mañana hasta última de la tarde Eugenio y Mari Carmen.
Para un grupo de amigos que estudiábamos en las MM Concepcionistas, el Quiosco del Azoguejo fue sin duda uno de nuestros cuarteles generales, centro de reunión a la salida de clase o los viernes y sábados antes de ir a gastarnos la adolescencia canjeándola por monedas de cinco duros en los recreativos Láser 3, entre máquinas que nos sabíamos bastante mejor que las lecciones de matemáticas o de historia.
Allí nos esperaba David, que en los ratos de descanso de sus padres custodiaba junto a su hermana María Eugenia los periódicos, las revistas y los recuerdos de cerámica que estoy seguro que hoy adornan los hogares de turistas de medio mundo. Del grupo de amigos cada uno teníamos nuestras preferencias a la hora de gorronear alguna publicación y leerla gratis antes de devolverla a su sitio: unos cogíamos el Marca y la revista Don Balón, había otro que hojeaba Jara y Sedal por su afición a la pesca, los que jugaban al baloncesto la revista Gigantes… pero debo de reconocer que todos esperábamos el mágico momento en el que David nos dejara echar un vistazo clandestino a alguna revista erótica, que nosotros observábamos con una mezcla, y no a partes iguales, de inocencia, entusiasmo y de temor a girar la cabeza para atrás y encontrarnos a algún adulto recriminándonos nuestra lógica curiosidad.
Pasar por el quiosco y encontrarnos con Eugenio y Mari Carmen era sinónimo de recibir una sonrisa por su parte, aunque alguna pequeña regañina alguna vez nos caía como era lógico si dejábamos descolocadas las revistas o tirábamos algo al suelo. Al fin y al cabo no éramos más que una panda de imberbes deseando hacer alguna travesura que la convirtiera tiempo después en pura mitología.
Los años pasaron y crecimos a pesar de nuestros torpes intentos por mantenernos siempre unos chavales. Otros lugares, generalmente portales y bares, pasaron a ser nuestro punto de encuentro, pero las visitas al quiosco, fueran planeadas o improvisadas, siguieron llegando.
Recuerdo los años en los que trabajé de noche; terminaba sobre las seis y media o siete de la mañana y todos los días me cruzaba con Eugenio por la calle San Francisco, que iba fiel a su cita de cada día como el trabajador incansable que era. Se reía al verme. Le extrañaban mis horas de llegar a casa, y yo, cansado después de una noche de poner copas, veía más raro imaginar que él ya había descansado y empezaba su día que no era otra cosa que el final del mío. Nos despedíamos hasta el siguiente día, y si alguna vez no coincidíamos deducía que uno de los dos había empezado o acabado antes sus tareas.
Y pienso que de ellos están llenos los pequeños comercios locales que ahora batallan por no quedar relegados al olvido por las ofertas que nos deslumbran en Internet; hablo de ciudadanas y ciudadanos trabajadores a los que no les han regalado nada y que todo lo que han conseguido en sus vidas ha sido con esfuerzo, con muchas horas de trabajo, humildad y sin hacer ruido. No por vivir entre el anonimato mediático y la prudencia su mérito es menor, sino al revés, son quienes han hecho que ciudades como Segovia tengan todavía personalidad propia. Eugenio fue sin duda uno de ellos, y aunque prometí que esta columna la iba a escribir en su jubilación, lo hago ahora, tarde, como casi todo lo que escribo, pero con la seguridad de que de alguna manera le llegará y se reirá recordando a esa panda de mequetrefes que cada tarde iba durante unos minutos a colonizarle el quiosco.
Para él, Eugenio Barreno, este pequeño homenaje.
