El pasado 25 de mayo, Verónica, trabajadora de IVECO, se quitó la vida. Un vídeo de contenido sexual en el que aparecía fue corriendo como un virus contagioso entre los teléfono de los trabajadores y no trabajadores de la empresa; ella no aguantó la presión, los insultos, las bromas y la pérdida de su intimidad y se suicidó.
La noticia saltó a los medios de comunicación y de ahí inmediatamente a las redes sociales en las que la primera reacción de los internautas fue cargar contra quienes provocaron directa o indirectamente el triste final de Verónica. Durante esas primeras horas hubo cierta unanimidad provocada por la rabia de que una persona con 32 años y madre de dos hijos pusiera fin a su vida por ser víctima del sexting y su posterior difusión.
Pero como sucede siempre en las redes sociales, el debate de repente mutó a algo mucho más feo, como todo lo que pasa especialmente en Twitter cuando se trata de opinar cómodamente desde el sofá de casa. Y es que los análisis nada sesudos de la gente anónima empezaron a mirar hacia Verónica: ¿por qué compartió el vídeo?, ¿por qué se grabó?, ¿tan grave era el tema como para suicidarse?… fueron algunas de las preguntas que asaltaron los muros digitales. En todas esas cuestiones un denominador común: la ausencia total de empatía. Las preguntas pudieron ser otras diferentes, como por ejemplo: ¿por qué esos trabajadores compartieron contenido íntimo sin ningún permiso?, ¿por que en toda esta historia la mujer fue la que soportó la crítica y la mofa y el hombre fue un espectador secundario?, ¿por qué no contentos con difundir el vídeo consideraron que su papel debía ser hacérselo saber a Verónica y atacarla?…
Lo que le sucedió a Verónica no fue un caso aislado: los grupos de WhatsApp están repletos de contenidos sexuales -no vayamos a engañarnos, casi siempre formados por hombres- que no fueron creados para ser difundidos en masa. Se comparten como un ritual en el que predomina la gracieta, hay risas a ver quién es más macho y ofrece más material al resto, se hace saber cuál es el perfil de Instagram de la protagonista del vídeo por si quieren cotillear su vida en redes sociales… Y el resultado es que la presión que resisten las mujeres protagonistas de esos vídeos o fotografías es insoportable y terminan eliminando sus cuentas en las redes, cambiándose de ciudad o como Verónica, desapareciendo para siempre porque el dolor y la ansiedad es tan grande que la única vía de escape es quitarse de en medio para dejar de sufrir.
En un mundo perfecto todo el mundo debería tener la tranquilidad de grabarse haciendo lo que quiera sin temor a que ese contenido saliera del entorno elegido, pero Internet es de todo menos perfecto y el riesgo de confiar plenamente en una persona en un momento puntual es grande tal como estamos viendo en casos similares donde se han difundido materiales con contenido sexual por venganza, por despecho, por no aguantar las ganas de que el amigo lo viera también… Y reitero que la tendencia siempre se orienta a señalar a la mujer y dejar al hombre en segundo plano.
No podemos obviar que el aprendizaje de las redes sociales, todos, mayores y jóvenes, lo hemos adquirido de forma autodidacta o por observación, en función de cómo las manejan los del entorno.
A unas herramientas sociales a las que dedicamos de media más de cuatro horas es llamativo que no hayamos recibido ninguna formación profesional. ¿Se imaginan hacer un viaje largo en coche sin que previamente un profesional les haya formado en la conducción? Esto es lo que sucede en el mundo virtual.
Cuando ofrezco dar charlas sobre el buen uso de las redes sociales en colegios e institutos, me sorprende que los que rechazan mi propuesta lo hacen porque “ya la Policía o la Guardia Civil dio una sobre el tema”. ¿En una hora al año podemos formar a los jóvenes para evitar casos de amenazas, sexting, estafas, cyberbulling y sobre todo explicarles qué consecuencias puede haber de cada decisión que toman ya sea como espectadores o como protagonistas? No, y en las casas tampoco se está educando como se debería habida cuenta de que en no pocas ocasiones son los padres y las madres quienes piden ayuda a sus hijos para aprender a manejar alguna aplicación. La libertad de la que gozan los menores de edad para usar el móvil la replantearían los padres si vieran qué hay detrás de la pantalla, pero es más sencillo pensar que ‘esas cosas malas les pasan a los otros, a los míos no’.
Hasta que no entendamos que nuestra participación en redes sociales tiene no solo derechos sino obligaciones, y que ante casos como el de Verónica de recibir contenido que no deberíamos tener nuestra reacción debe ser la de borrarlo de nuestro dispositivo y afear a quien lo envía, poco cambiará y víctimas como ella caerán más pronto que tarde en el olvido y todo seguirá igual.
Compartir es delito, pero no deberíamos ser prudentes solo por miedo a la ley sino por empatía, la que se merece quien está siendo víctima del escarnio y el acoso. Y es que Verónica no eligió morir, a Verónica la empujó a quitarse la vida cada persona que compartió el vídeo, que se rió o que le apartó la mirada por algo que solo correspondía a su vida privada. Esas vidas privadas a las que tanto nos gusta acceder sin permiso a la vez que queremos que respeten la nuestra.
