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Alberto Martín García – Normalizar el insulto

por Redacción
16 de julio de 2020
en Opinion, Tribuna
ALBERTO MARTIN
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Reventemos a la derecha

Mi teatro

La normalización del deterioro

Haga conmigo un pequeño ejercicio de ficción, querido lector. Imagínese que va usted tranquilo por una calle cualquiera en estos días de verano de la nueva anormalidad. Va a su ritmo observando a las personas, algunas con sus mascarillas bajadas a la altura de la barbilla para poder hablar más cómodamente, o en el codo para protegerlo de cualquier golpe: la seguridad es lo primero. De repente se encuentra con un amigo y se paran a hablar, le comenta cosas como que el partido de ayer no le gustó, que el último disco de su artista preferido no le convence o que un partido político u otro, elijan al gusto porque es su fantasía, no ha estado a la altura según sus criterios de lo que es estar a la altura.

Se acerca una tercera persona que no conocen, se pone frente a ustedes y les grita ‘pero qué están diciendo, imbéciles, no tienen ni idea de nada’, o peor aún, ‘¡son unos delincuentes que van robando y destrozando coches!’, y se marcha sin que lo vuelvan a ver nunca más, siguiendo ustedes la conversación por donde la dejaron. Evidentemente si lo han imaginado lo primero que han debido de pensar es que eso no va a suceder; nadie se acercaría a insultarles de esa manera y además sin conocerlo ni haber sido partícipe de una conversación privada.

Sin embargo si esto mismo sucede en las redes sociales se ve como algo lógico que forma parte de su propio dinamismo. Durante los primeros años de Twitter, sin duda la plataforma donde la crispación, el insulto y el bulo más se mueven a sus anchas, una gran mayoría negaba que un supuesto delito cometido en una red social debiera ser juzgado. El débil pretexto era que se trataba de una comunidad virtual sin aplicación en la vida real. Pero de repente lo que pasaba en Internet descubrimos que sí tenía consecuencias en las personas ‘de carne y hueso’, no en esos perfiles falsos creados para escudarse cobardemente en el anonimato. Opiniones machistas o racistas y chistes se convertían en despidos o dimisiones, errores puntuales de las marcas en su comunicación digital conllevaron boicot en su compra, amenazas de muerte o difamaciones afectaban psicológicamente a las víctimas, artistas dejaban de ser contratados por la respuesta encendida de quienes no piensan como ellos…

Se entendió que no se trataba de dos vidas diferentes, la de las redes sociales y la presencial. Era la misma, pero a pesar de todo en una se decidió que se podía ser zafio, maleducado, mentiroso, agresivo… y en la otra no. Por eso el ambiente en Internet se volvió tan irrespirable, porque se convirtió en una vía de escape para que muchos usuarios se comportaran como les gustaría si no existiesen normas sociales que hacen el día a día más pacífico.

Ese proceso empezó por creer que la única opinión válida era la de uno mismo y también por anular la opción de equivocarse: el error penaliza de forma perpetua en las redes sociales, no está permitido ni aunque se pida perdón posteriormente. Igual sucede con la duda y el contexto, ambos han desaparecido arrasados por la certeza suprema que no admite réplica y que generalmente procede de la ignorancia más supina, la que permite, por poner un ejemplo, criticar o rebatir sin haber estudiado medicina a un reconocido médico pero creyendo haber convalidado una carrera de seis años por la lectura de un par de blogs y tres WhatsApp que afirmaban lo contrario, aunque no se sepa ni la procedencia de los mismos.

Ese ambiente negativo en redes sociales se ha asumido, y por el camino gente válida y con conocimientos que sería un acierto que fueran compartidos, ha ido abandonando algunas de ellas porque no sale a cuenta convivir en el mismo espacio digital con tantos y tantos usuarios que solo buscan insultar, menospreciar y hablar de lo negativo. Por eso es de extrañar que una persona que en teoría debería dar ejemplo de saber estar y de educación, como es un vicepresidente del gobierno, en este caso Pablo Iglesias, diga con tanta ligereza que el insulto hay que normalizarlo, como si fuera algo que hay que aceptar y no hubiera una opción mejor, que es la de opinar con educación, la que a priori a todos nos enseñaron desde pequeños y que a muchos les cuesta poner en práctica a la vez que dan lecciones del tema que toque ese día en las redes.

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