Veo en las redes sociales cómo se comparte con indignación un vídeo en el que mientras los manifestantes manosean a su gusto la palabra ‘libertad’ y se concentran en Núñez de Balboa (Madrid), una señora rebusca en los contenedores de basura ante la indiferencia de los peatones y sus protestas. En dichas redes se hace una asociación entre alto nivel adquisitivo e ideología versus la ignorancia hacia los más pobres.
Cuando estamos a favor o en contra de algo buscamos cualquier ejemplo para reafirmarlo, pero en esa búsqueda tendemos como en tantas ocasiones a no mirar hacia nosotros mismos y hacer autocrítica, porque de hacerla y encontrar un recoveco por el que colarnos surge el miedo a que nos señalen y nos metan en el grupo de aquellos a los que no apoyamos. ¿Cuánta de la gente que se ha indignado ante esas imágenes de indiferencia en una calle madrileña ha mirado hacia otro lado cuando se le ha pedido limosna en el metro o en una terraza, o cuánta de ella al ver a un mendigo en el suelo se ha agachado a preguntarle si necesita algo? Les adelanto la respuesta: a la primera parte de la pregunta mucha y a la segunda muy poca, se lleve la enseña constitucional, la republicana, la del barrio o la del equipo de fútbol de solteros contra casados. La solidaridad en verdad es ajena a las banderas, aunque haya patrones que a veces se repiten.
Los días previos a la tramitación de la ley que introducirá en junio un Ingreso Mínimo Vital, cantidad que irá en función del número de miembros en el hogar, creció un bulo malintencionado en internet que afirmaba que los okupas podrían empadronarse en las casas que habían ocupado, valga la redundancia, y cobrar esta pensión. Como es habitual, la noticia corrió veloz por redes sociales y grupos de Whatsapp sin pararse nadie un minuto a pensar si era verdad o mentira. Daba igual, porque si reafirmaba una opinión, en este caso contra el Gobierno central, se asumía como válida y se incorporaba al argumentario para protestar. Cuando se demostró que era falsa, y que era una mala interpretación de una ley de 1997 para empadronar a personas alojadas en infraviviendas, ya daba igual, la noticia había pasado a ser verdadera. La postverdad lo llaman.
La función principal de un Estado, lo dirija quien lo dirija, debe ser la de velar por sus ciudadanos y protegerlos. Lo hemos visto en estos meses, con medidas sociales pactadas por la UE, gobierno central, comunidades autónomas y autoridades provinciales y municipales. Ante una situación caótica, los diferentes poderes públicos destinan parte de sus recursos a sectores maltratados, en este caso por la pandemia: hostelería, automoción, industria, PYME’s… no entro si son mejorables o no, seguramente sí, pero veo consenso social. A ‘todos’ nos parece bien que dichos poderes públicos intervengan en lo privado para salvar al país de la ruina total.
Pero ese consenso de repente se pierde ante precisamente el punto que debería contar con el apoyo mayoritario, el citado ingreso mínimo vital para los más desfavorecidos, el que con toda la mala intención un sector social ha denominado peyorativamente como ‘La paguita’ para hacernos creer que es un chollo que van a recibir los vagos por no hacer nada. Quienes niegan esta ayuda básica, ya existente en otros países de la UE, afirman que ‘se hace para comprar votos’, ‘va a generar que la gente no quiera trabajar’, ‘no quieren ir al campo pero sí cobrar del Estado’ o el clásico ‘me niego a que con mis impuestos se subvencione a quienes no quieren hacer nada’… como si en estos meses trabajar fuera una elección.
Se ha usado mucho el argumento para negar la ayuda de que cómo es posible que hagan falta ochenta mil personas como mano de obra en el campo para la recogida de la temporada y que no se consiga cubrir el cupo. Esa correlación se cae por su propio peso cuando las cifras nos dicen que hay más de un millón de familias en las que no entra un céntimo en su casa, y en breve llegaremos a seis millones de parados. Juzguen ustedes las proporciones entre los temporeros que hacen falta y quienes están en paro. Aunque se cubrieran esos ochenta mil puestos (en parte así ha sido) seguiría siendo testimonial respecto a los que están en situación de riesgo económico. A prácticamente nadie le gusta ser pobre ni ver que sus hijos no tienen ni para comer, se ha demostrado en épocas de bonanza económica. Si no se ha vivido, es cómodo desde el sofá de casa pensar que cobrar ochocientos euros y con ellos tener que pagar una casa y la manutención de cuatro o cinco personas, es algo viable y además un chollazo.
¿Cuál es el Plan B que proponen los que se oponen al ingreso mínimo vital ante la expectativa de que la economía no se recuperará hasta 2022/23? ¿Tener a todas las familias viviendo de la beneficencia y haciendo cola para recoger alimentos solidarios durante tres años? Claro que hay que ayudar a quienes peor lo están pasando, ese tiene que ser el primer y principal gasto de nuestros impuestos. Si no indignó ni se protestó cuando miles de millones de euros se tiraron en construcciones faraónicas y gastos superfluos que nos arruinaron, es complicado entender que algo tan básico como hacer que las familias coman a diario y puedan pagarse la luz y las medicinas produzca rechazo. Y claro que habrá casos concretos, trampas y aprovechados, y no por ello habrá que recurrir al refrán de que paguen justos por pecadores, porque no es una conducta mayoritaria aunque leamos de vez en cuando un titular llamativo que diga lo contrario.
Habrá otros debates relacionados con este: cómo pagar esas ayudas, los miles de millones en paraísos fiscales que no se cotizan en el país, el mal gasto que se hace a veces de los impuestos… pero ninguno de esos temas puede predominar sobre lo fundamental: en un naufragio a quienes primero hay que rescatar son a los que se están ahogando, no a los que tienen el salvavidas puesto.
Estén de acuerdo o no, cuídense, queridos lectores/as.
