Convendrán conmigo en que una de las mayores terribilidades que le puede acontecer al ser humano es que su vida dependa de acontecimientos o circunstancias exteriores. Fuera de su control. Alejados de ese deseo innato de la naturaleza humana —consciente de su debilidad— de amarrar todo lo que sucede a su alrededor. Bien. A ese cúmulo de factores externos, indomeñables, que pivotan sobre nuestra voluntad y deciden nuestra vida convenimos en llamarlos suerte. Cuando no se puede controlar la realidad exterior o no se confía en las propias fuerzas, el ser humano las exorciza recurriendo al azar, a la suerte. O crea dioses. O relata mitos. La búsqueda de la suerte ayuda a muchas personas a vislumbrar una vida futura distinta a la presente; a entender posible un cambio en su existencia actual, agobiado por su estrechez.
Siempre que reflexiono sobre ello me cuestiono hasta qué punto entregarse al azar contribuyó en los estados primitivos de la especie humana a su desarrollo o, cuanto menos, a incentivar su ventaja adaptativa. Es muy probable que ponerse en manos de los dioses facilitara el control de los temores ante circunstancias y condiciones externas que el homo sapiens no dominaba, y que ello coadyuvara a la aptitud evolutiva. ¿Se podría entonces considerar el azar otro demiurgo más en los altares primitivos? Dudo que se llegara a ese extremo en el pasado, pero considero que en el presente la suerte como periódico sello adherido a la personalidad supone una cortapisa al desarrollo del talento y de la iniciativa, dos de las armas más poderosas en el camino de la evolución humana. Dicho de otra manera: someterse al arbitrio de la suerte es uno de los mayores errores en el que un ser inteligente puede caer. Y no hablo solo del peligro de descender al abismo de la ludopatía, sino del hecho de afanarse al azar como una especie de sortilegio, de ayuda exterior ante las insuficiencias de la vida cotidiana. Y en ese proceso es lo mismo encomendarse hoy a la fortuna que en el pasado al favor de los dioses para solventar asuntos cotidianos. Solo que en la actualidad, nuestros mecanismos racionales y adaptativos son muy diferentes.
En el Padrino II, de Francis Ford Coppola, uno de los componentes de la mafia neoyorquina, ante un ataque exterior desde un helicóptero, en vez de huir o de refugiarse se agarra a su abrigo porque siempre le había protegido de circunstancias exógenas negativas. Era su abrigo talismán. Resultado: acabó acribillado. Una vez le preguntaron al campeón de golf Greg Norman cuánto había contribuido la suerte en su carrera. Igual que hay gente gafe, notoria por su presunto mal fario, Norman gozaba de fama de suertudo en el circuito. Muy serio, contestó: “sí, es cierto, tengo suerte, y cuanto más entreno, más suerte tengo”. Pese al criterio común —que no siempre es el más acertado de los criterios— no hay razón alguna para concluir que la buena estrella se pueda coser —como la sombra de Peter Pan— en uno u otro ser humano por circunstancias indefinidas.
Imagínense que ayer me hubiera tocado la lotería. Sería esclavo de la buenaventura toda la vida
Es curiosa la especie humana, que tanto apetece del control, que gusta confeccionar protocolos, constituir costumbres, ritos, tradiciones, y que, sin embargo, se entrega a ese maná inmaterial, sobrenatural, irracional, incontrolable, aleatorio, que es el azar. El verdadero peligro es que esa capitulación exige una posterior adoración. Como Saturno, devora a sus hijos. Quien se pone en manos de la suerte adquiere una posterior obligación de pagar su correspondiente tributo a esa fuerza tan misteriosa como todopoderosa. En sus Caprichos para Sonderini Maquiavelo describe a la perfección la tendencia humana a refugiarse bajo la capa protectora del azar; pero también sus consecuencias. Quien fuera tan sabio como para conocer los tiempos y el orden de las cosas, sabiendo acomodarse a ellos, tendría siempre buena fortuna o se guardaría de la mala, y vendría ser cierto que el sabio domina las estrellas o los hados. Pero como no se dan tales cosas, porque los hombres no pueden gobernar su naturaleza, se sigue de ello que la fortuna cambia y gobierna a los hombres, teniéndolos bajo su yugo.
Imagínense que ayer me hubiera tocado la lotería. Sería esclavo de la buenaventura toda la vida. Intentaría construir un modo de hacer determinado que se convirtiera en hábito cada vez que requiriera otro favor de la diosa fortuna. Sin necesidad de reflexionar o decidir —actitudes, estas sí que dependen de uno mismo y que varían según las circunstancias—. Me convertiría en un rehén de ese modus operandi, a la manera de esos jugadores de fútbol, toreros, actores, que despliegan un ritual de gestos en espera del favor de la lluvia dorada que un día tuvo a bien caer sobre sus cabezas. O de exorcizar el mal fario, que tanto da. Una manera esta de invocar a un dios particular, todopoderoso y tirano.
Margaret Loughrey, una irlandesa de 56 años, ganó, en noviembre del 2013, 27 millones de libras en la lotería británica. El pasado 2 de septiembre la policía encontró su cuerpo sin vida en su vivienda de Strabane. En el 2019 había declarado: “Tanto dinero venido de repente no me ha traído más que dolor. Ha destruido mi vida. Desde que gané el premio he pasado un infierno”. Mala suerte.
