‘Madre del universo’ (Chomolungma en el Tíbet) o ‘La frente del cielo’ (Sagarmāthā en Nepal) son solo algunos de los nombres que se le da al Everest, conocida como la montaña más grande de la Tierra, la cual ha sido la conquista —y la tumba— de muchos que quisieron llegar a su cima y tocar con la punta de los dedos el techo de nuestro planeta. Pero, ¿alguna vez te has preguntado las razones por las que no hay ninguna otra cordillera que mida más de 8.849 metros por encima del nivel del mar? Puede que no, pero seguro que esa duda ahora ronda por tu cabeza, pero para empezar a resolver este misterio, hay que saber que el Everest sigue creciendo unos milímetros al año por el empuje de las placas tectónicas.
A pesar de esto, hay varios límites físicos que impiden que una montaña crezca mucho más, ya que a grandes alturas, la presión y el peso de la propia cordillera deforman la roca en profundidad, que deja de comportarse como algo rígido y empieza a “ceder”, lo que básicamente frena cualquier intento de superar la altitud con la que ahora mismo cuenta el coloso del Himalaya.
Para explicar esto un poco mejor, dicho de otra forma, incluso si la tectónica siguiera levantando el Everest y el resto de cumbres del Himalaya, la gravedad, la estructura interna de la corteza y la erosión terminan rebajando lo que la geología construye, motivos por lo que, aunque en cálculos teóricos se haya hablado de montañas de hasta 45 kilómetros de altura, en la realidad de la Tierra el equilibrio se alcanza mucho antes, y el Everest se queda como techo del mundo sin que aparezcan “supermontañas” por encima.
Por qué el Everest no puede crecer mucho más
Lo primero que debemos hacer para entender este límite, es saber cómo nace el Everest; y es que toda la cordillera del Himalaya se formó cuando la placa india chocó con la placa euroasiática hace unos 50 millones de años, casi como un accidente a cámara muy (pero que muy) lenta. Durante los primeros millones de años de esta colisión es cuando resulta más fácil levantar grandes montañas, todo ello debido a que el empuje tectónico es muy intenso y la corteza aún no ha alcanzado su máximo nivel de “fatiga”.
Pero todo esto acaba a partir de cierta altura, más o menos en los 5.000 metros sobre el nivel del mar, lo cual se debe a que bajo montañas tan grandes como el Everest, la presión interna es tan alta que la roca, en profundidad, deja de comportarse como un material rígido y empieza a deformarse de forma plástica. Esto último quiere no quiere decir que se vuelva un material líquido, pero sí se convierte en algo lo suficientemente blando como para poder fluir lentamente, lo cual hace a su vez que la base de la montaña se ensanche y que parte del peso se reparta, evitando que la cumbre pueda seguir subiendo hasta el infinito.
El papel del clima y la erosión en el techo del Everest
A ese límite interno se suma otro factor clave, el cual es el clima. Y es que el Everest (y el resto de ochomiles, término con el que se conoce a las pocas montañas que superan los 8.000 km) están sometidos a vientos extremos, nevadas intensas, glaciares en constante movimiento y cambios de temperatura muy bruscos, lo cual actúa como una especie de “lija” natural que desgasta las cumbres.
Los glaciares, además, funcionan como una especie de cintas transportadoras de escombros, ya que arrancan el material de las partes altas del Everest y lo arrastran hacia los valles, rebajando poco a poco la altitud real de los picos. Por si fuera poco, a esto se le suma la acción del agua en forma de lluvia, el deshielo y la gravedad, que no perdona ninguna pendiente demasiado pronunciada, de tal forma que si una cara de la montaña se vuelve excesivamente vertical, lo más probable es que acabe produciéndose un desprendimiento masivo o una avalancha que devuelva la estructura a una forma más estable.
