Las búsquedas con detectores de metales se han multiplicado con el paso del tiempo. Tienen una larga historia que se originó a finales del siglo XIX cuando surgieron los primeros dispositivos electromagnéticos.
Inicialmente, estos aparatos fueron pensados para usos médicos e industriales. Se detectaban proyectiles en cuerpos heridos, cables en tuberías, entre otras cosas.
Su uso se extendió rápidamente sobre todo durante la segunda Guerra Mundial. En la guerra y después de ella se emplearon los detectores para localizar minas enterradas.
A partir de 1960 se desarrollaron modelos más accesibles que impulsaron a un público numeroso a convertirse en buscadores de metales. Algunos lo hacían por un interés histórico, otros por la emoción de encontrar algo. Y también había buscadores que tenían la esperanza de encontrar el gran tesoro que los volviera ricos.
Lo cierto es que gracias a buscadores aficionados la ciencia se ha visto beneficiada. En muchas ocasiones, por casualidad han encontrado pistas que han dado lugar a descubrimientos arqueológicos de trascendencia para la reconstrucción de la historia.
En la actualidad, la búsqueda de metales con detectores es un hobby que combina el ocio recreativo con la emoción de un posible hallazgo. El afán de encontrar algo va mucho más allá del interés puramente económico. Es una meta en sí misma.
Las búsquedas se realizan en todo tipo de terrenos. Los que tienen un interés más utilitario, buscan en plazas y zonas muy pobladas, esperando encontrar joyas o monedas perdidas.
En la práctica, los que tienen un interés más profundo recorren bosques, ruinas, caminos rurales y terrenos agrícolas. En esos escenarios se encuentran monedas antiguas, piezas de otras épocas o partes de herramientas. Objetos que se transforman en un verdadero tesoro que el buscador guarda orgulloso.
Richard Brock y su detector roto con el que encontró el tesoro más valioso de su vida
Algunos dicen que fue cuestión de suerte. Otros opinan que el tesón y la constancia rindieron frutos. Y no falta quien considera que el Universo le ofreció una merecida fortuna.
Sea por la razón que sea, lo cierto es que Richard Brock detectó oro. Mientras participaba de una expedición de búsqueda, Richard, un veterano en las búsquedas, encontró la pepita de oro más grande que se ha conocido en el Reino Unido. Su descubrimiento tiene un valor de unas 30.000 libras esterlinas.
¿Cuál es la historia de este descubrimiento?
Como tantas otras personas, el inglés Richard Brock era un aficionado a las búsquedas de metales. Comenzó a dedicarse a esta actividad en el año 1989.
Aquel día del 2023, que quedó marcado profundamente en su memoria, el veterano de 67 años se unió a una expedición en Shropshire Hilles que buscaría objetos preciosos.
Condujo tres horas y media desde su casa al lugar en el que estaban los otros buscadores, parecía que en ese día todo iba a salir mal. Llegó al lugar del encuentro con una hora de retraso.
Y, para confirmar su mala suerte, desde que comenzó la actividad se rompió su equipo de búsqueda. Para no volverse, decidió utilizar un viejo equipo que funcionaba mal.
Con este equipo viejo y en malas condiciones, participó de la expedición. Miraba a los otros con sus detectores modernos y se sentía desanimado al comparar su situación a la de ellos.
Pero lo esperaba la gran sorpresa de su vida, quizás un premio a sus ganas de seguir. Después de avanzar unos pocos metros, escuchó un sonido que prometía. Cavó un hoyo de unos 15 cm de profundidad. Allí apareció la Hiro’s Nugget, la pepita de oro gigante que asombró a todos los presentes.
Es una gran pepita de oro de 64,8 g, y su valor ronda los 30.000 libras, que equivalen aproximadamente a 34.000 euros.
El mensaje de Richar Brocks fue sabio: realmente no importa qué equipo se use. El secreto está en mantenerse alerta a lo que podría haber debajo del suelo, en una conexión mental con esa zona más allá de la superficie que oculta tantos secretos.
