Con la aprobación el pasado martes en el pleno del Senado de la Ley de Memoria Democrática finaliza el trámite parlamentario y entra en vigor una ley que algunos consideramos una tergiversación del pacto constitucional, cuyos autores, con el señuelo de la respetable y humanitaria exhumación de fosas, nos quieren meter de matute una desvalorización de la Transición: desprestigiando el origen se devalúa el resultado, la Constitución. Releo la ley, y lo hago con disgusto, no ya por el contenido del texto, que también, sino por la lectura de una redacción farragosa que oculta más de lo que muestra: que en esta ley han participado poco los magníficos letrados que tiene el Estado. Porque el lenguaje está al servicio de las ideas, pero cuando éstas son confusas y aviesas, las contracciones a las que se somete a la lengua de Cervantes producen -como el sueño de la razón- monstruos e incoherencias que nos llevan a pensar en una medida de ánimo vengativa, de tono hosco y “gesto agrio” que “solo puede ofender a tantos como contenta”.
Y es que como bien dice el jurista Daniel García-Pita esta ley no trata solamente de un conjunto de normas aisladas, sino de una “sucesión” de preceptos y de decisiones políticas que van aumentando la amplitud de sus objetivos. La primera fue la “doctrina Garzón” que pretendió abrir un proceso penal a Franco, la segunda la Ley de Memoria Histórica de Zapatero y la tercera, es precisamente la Ley de Memoria Democrática de Sánchez.
Los objetivos de esta sucesión de leyes van mudando caprichosamente en función de la “geometría variable” de las alianzas que el gobierno tejió en la sesión de investidura, en un ejercicio de asombrosa -si el asombro todavía produce algún efecto- contradicción al aceptar las peticiones de aquellos profesionales del taladro institucional. Esta tercera vuelta de tuerca en el plan gubernamental para derogar la Ley de Amnistía de 1977 (pues esta es la primera pieza del dominó) , más allá de facilitar las exhumaciones -que no dejan de ser una suerte de “Macguffin”, esa excusa argumental que Alfred Hitchcock utilizaba en sus tramas para dar sentido a los personajes, pero que carecía de relevancia en sí misma- lo que pretende es continuar con un plan programado de hondo calado estratégico de mutación de nuestro ordenamiento constitucional, porque esta ley, no solo contraviene el espíritu de reconciliación de nuestra Transición, sino muy probablemente la letra de la Constitución; “una política de exclusivismo e intransigencia no puede terminar más que por catástrofes” decía Sagasta.
Vaya por delante que no solo no pongo en cuestión la humanitaria exhumación de aquellos cuerpos localizados, sino que me produce bochorno -creo que compartido por muchos- que no se haya realizado hace tiempo.
En su articulado existen varios hilos conducentes a establecer una verdad oficial que contraviene el espíritu de nuestra democracia liberal. Como nos dijo el otro día el profesor Fukuyama el liberalismo cumple tres premisas que le hacen insuperable a otras formas políticas: Es pragmático porque permite gobernar a sociedades diversas, es moral, porque respeta la identidad y autonomía del individuo y es económico porque defiende la propiedad privada y la libre empresa. Pues bien, me atrevo a decir que esta ley no cumple ni siquiera la tercera de las premisas.
La ley no es pragmática porque en términos de diversidad, durante la Segunda República española la sociedad lo era tanto o más como puede serlo ahora (28 partidos con representación parlamentaria en 1933 y 16 hoy día), y por tanto pretender que existía una homogeneidad política es cuando menos, sectario. Se quiere, por tanto, establecer una identidad nacional retroactiva, excluyente, producto de “brujos visitadores”, y contradictoria con el espíritu de los políticos de la Transición que gracias al profundo conocimiento que tenían de la historia de España, con tanto esfuerzo se empeñaron en la búsqueda de la reconciliación. Sin duda habían leído a Cánovas cuando dijo “los pueblos aprenden mucho más del desastre producido por sus errores, que de la prosperidad”.
Pero es que la ley tampoco es moral porque coloca la ideología en el centro del tablero orillando la autonomía individual del ciudadano, haciéndolo cautivo de un supuesto “derecho a la verdad” que estaría por encima del -por ejemplo-derecho al recuerdo o a la memoria individual cuando ésta difiere de la versión gubernamental, produciéndose una destrucción de la auténtica memoria.
Y finalmente no es económica porque de llevarse a cabo, tendrá un coste pecuniario en forma de obras civiles, observatorios, capacitación (insisto, no me refiero a las exhumaciones) … etc. sin mencionar las posibles sanciones que incluso en el ámbito privado e íntimo como es una vivienda, puedan darse. Y digo íntimo, sí, porque será ilegal tener elementos “contrarios a la memoria” incluso en casa, cosa que curiosamente no pasa si usted tiene en su hogar elementos que menoscaben -por ejemplo- la dignidad de las víctimas del terrorismo. Porque como esta ley ha sido pactada con EH Bildu, tiene estas cosas.
Por tanto, estamos ante un proyecto de ingeniería social totalitario que pretende identificar sin solución de continuidad el franquismo con la Transición menoscabando sus logros (si no puedes con ellos, denígralos) como si desde el 20 de noviembre de 1975 hasta el 31 de diciembre de 1983 no se hubieran producido un referéndum constitucional, tres elecciones generales, varias locales y autonómicas, no se hubiera ejercido el control parlamentario y la justicia no hubiera actuado con arreglo a la Constitución y a la Ley.
Como sabemos, la democracia es un sistema de “reglas fijas para resultados inciertos”, imbatible en la gestión del disenso, pero con la inevitable obligación de respetar el sacrosanto rito del estado de derecho, los griegos lo sabían bien: el pueblo debía combatir tanto por sus leyes como por sus murallas, nos recuerda Heráclito. Reglas fijas que a algunos españoles les cuesta respetar, como decía Castelar tras el Sexenio Revolucionario, “el menosprecio a las leyes […] nos perturba de continuo y nos conduce a una decadencia sin remedio” o Ganivet en su Idearium español, “existe una contradicción irreductible entre la letra y el espíritu de los códigos, y por eso hay naciones donde se profesa poco afecto a los códigos, y una de esas naciones es España”.
Porque poner en duda la reconciliación que a través de la Ley de Amnistía de 1977 nos dimos los españoles y alargar -mediante el BOE- el franquismo, equivale al “¡Abajo la juricidad!” que gritaba el diputado del PSOE Sr. Gómez Angulo, en las cortes republicanas de 1932 al aprobar tras la Sanjurjada, la -conocida como- Ley de Acusaciones, claramente inconstitucional, que permitía -entre otras cosas- al Gobierno expulsar de sus puestos a los funcionarios desafectos. Y ya sabemos como acabó esa “república sin republicanos”, “una de las experiencias más singulares de la patología política que ha conocido el mundo contemporáneo […] nacida con semillas perceptibles de su propia destrucción” (Stanley Payne).
Acabamos de ver en Chile un esperanzador freno a las políticas populistas de los aliados de nuestro Gobierno. Nuestros hermanos andinos constituyeron una Convención cuyos miembros redactaron una propuesta de Constitución de parte que ha pretendido quebrar con la tradición pactista de aquella nación, siendo rechazada por el 62% de la ciudadanía. En España, nuestro proceso constitucional de 1977-1978 dirigido por los partidos políticos (esas élites objeto ahora de inquina) fue capaz de ponerse de acuerdo en una Constitución -refrendada por más de un 90% de los consultados-que supo acoger el sentimiento democratizador y de justicia social que la mayoría de los españoles anhelaban pero sin escuchar los ecos republicanos de Álvaro de Albornoz cuando decía “no más pactos, ni de Vergara ni de El Pardo”, o a Azaña cuando dijo “la intransigencia será síntoma de honradez”.
Porque la grandeza del político de la Transición estuvo en unir y no dividir, en coser y no rasgar, en mitigar y no agravar, sobreponiéndose a muchas mayores y graves amenazas que podamos tener hoy, en definitiva, en poner en valor lo que nos une y no lo que nos separa, sin aventuras que nos lleven a “un salto en las tinieblas”.
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(*) Director de la Fundación Transición Española.
