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Aquella pantomima luminosa proyectada en 1892 en el Grevin de París…

por Sergio Casado
26 de marzo de 2023
en Segovia
Fotograma de la película ‘El viaje de Chihiro’.

Fotograma de la película ‘El viaje de Chihiro’.

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Es una pelea incesante con lo grisáceo. Titubeo. Freno repentinamente. Si vuelo con la bicicleta no veo nada: todo es fugaz; me detengo para poder contemplar con calma un rostro o un árbol. Hago el propósito de frenar y pensar, de observar las hojas, la corteza del árbol. Además me falta el aire. Mis pulmones piden oxígeno.

Camino despacio, desanimado. Intento alcanzar la lentitud, pero la ansiedad siempre me invade y me acelero. Ahora estoy con mi bandolera y mi bicicleta en un banco del parque. Me siento y leo alguno de mis papeles, papeles de cine. El lápiz hace piruetas y jugueteo con él. En lo que escribo siempre siento una gran confusión. Respiro con calma y guardo en la bandolera los papeles que pensaba leer; voy quedando adormilado, soñando.

Me inquieta leer los escritos que llevo en la bandolera, pero luego, de repente, al hacerlo encuentro alguna línea valiosa. Aparece súbitamente la certeza de palabras olvidadas. Aparecen los aromas, las ficciones de las catacumbas. Aparecen ecos. Leo un correo electrónico de Adolfo, que me dice que siga poniendo orden en el desorden.

Fotograma de la película ‘Invencible’ de Werner Herzog.
Fotograma de la película ‘Invencible’ de Werner Herzog.

Ojalá pudiese. Ese desorden es monstruoso. Estoy superado.

Camino hacia el edificio cercano en el que estaba un cine que ya no existe. Palpo el ladrillo que hay antes de llegar, en el chaflán. Palpo de nuevo con una mano. Lo palpo con las dos manos. Son los mismos ladrillos, la misma arcilla, la misma arquitectura. Sigo despacio por la rampa para gente con discapacidad. No tengo llave de las puertas del cine desaparecido. Empujo la puerta y esta se abre en un abracadabra. Si había alguien dentro y ha salido, la ha dejado sin cerrar. No pensé que volvería a estar en este planeta. Todo parece igual y todo parece distinto. No sabría explicarlo.

Palpo el mármol del hall, el del palomitón, el de la taquilla. Silencio.

Me siento y escribo con mi lápiz sobre el cineasta Emile Reynaud; tengo su película “¡Pobre Pierrot!” en el pensamiento mientras subo las escaleras a la primera planta del cine. Reynaud crea el “Teatro óptico” en 1888 con cintas animadas y perforadas a través de dos bobinas. Es cinta dibujada y coloreada en la cinta por el propio Reynaud. Esta pantomima luminosa se proyecta en 1892 en el museo Grevin de París, el museo de cera. No son los Lumiere los inventores del cine. Pero tampoco lo es Reynaud, la inocencia en el cine. Ni el zoótropo. Ni el divertido ingenio del taumatropo. Podríamos irnos al Museo del Prado o a las sombras chinescas. Todo eso es cine. Pioneros.

Cartel de la película ‘Las malas hierbas’.
Cartel de la película ‘Las malas hierbas’.

Aparece la tristeza de Reynaud cuando cree que lo que ha hecho es absurdo ante el poderoso cinematógrafo de los Lumiere, ante el cine mudo del principio del siglo XX. Hundido, arroja sus películas al Sena. Entre lo que se salva, el Pobre Pierrot. Pero el inventor está destruido, su cine es cine destruido. Acaba en la miseria, olvidado.

Por eso pienso en él, por eso lo saco a colación. Ahora vive en este nuevo cine, el Cine Imaginación. Pienso en el cine destruido de Reynaud al pensar en mi cine destruido, al que acabo de entrar. Pero parece distinto. Sigo palpando este lugar como un ciego y pienso un nombre para mi nuevo cine, el que estoy descubriendo. Es el “Cine Imaginación”. Podría buscar un buen carpintero cinéfilo que colocase un cartelón en el exterior, con fondo azul, blanco y rojo, como la bandera francesa.

Louis Le Prince, otro de los posibles inventores del cine (quizá todos lo fueron, o lo son) nunca fue capaz de realizar una representación pública en Estados Unidos porque desapareció misteriosamente en un tren que unía Dijon y París el 16 de septiembre de 1890, sin que su cuerpo o su equipaje fueran encontrados. Su película “La escena del jardín de Roundhay” (1888) tiene sólo 20 fotogramas, de ellos 12 por segundo. Es una película estupenda, sencilla. No quiero olvidarla. Quiero volver a ver ese relámpago.

Nicole Kidman en ‘Eyes wide shut’.
Nicole Kidman en ‘Eyes wide shut’.

¿Qué le pasaría a Louis?

Aquí estás en precario. Cine Imaginación, atenazado por tu leviatán. Es la batalla del cine contra el olvido. Seguramente este cine sea sólo un sueño, la fantasía de un muñeco. Sí, estoy soñando que viajo del juguete Pierrot al juguete Avatar de James Cameron, ciento veinte años para adelante o para atrás, según nos dé por viajar en el tiempo en la butaca de este cine que hemos creado, en la gran pantalla del Imaginación. En ese cine no hay lejanía. Ambas películas están la una al lado de la otra. Podemos proyectarlas en dos pantallas contiguas, a pocos metros una de la otra.

Lo insólito cotidiano está en la cortina, está arriba, en la sala primera del cine. El cine empezó a derrumbarse desde aquel virus de la cortina. En la rampa de acceso a la sala, la realidad. Al abrir la puerta, una cortina, la fracción de un segundo para el espectador antes de acceder a la sala de cine, la linterna del acomodador, la ilusión. Cuando el gerente Hernando, ilusionado, valiente, nuestro capitán, dejó de trabajar en el cine, fue sustituido por Sesma, un gerente que abandonaba el barco continuamente, cansado como un funcionario negligente. Sesma decidió retirar la cortina en lugar de arreglarla o coserla. No sé porque hizo eso. Quizá por ahorrar algún dinero, a lo rancio. Desapareció aquella pequeña magia, la de cruzar la intersección entre realidad y cine. Un pequeño organismo, un virus o bacteria, se introdujo en el cuerpo del cine, envenenándolo poco a poco.

Pero a lo que vamos. Si construyo el Cine Imaginación, los cineastas acudirán.

Camino por la sala primera a través de las pequeñas luces guía del pasillo. Vuelvo la cabeza hacia la cabina y me sorprende ver luz allí arriba, en la segunda planta. Es como si yo estuviera creando algo, sin apenas pensarlo.

Pero antes de decidir subir a la cabina, me recorre el cuerpo un escalofrío. Me ha parecido ver una silueta saliendo de la parte trasera de la gran pantalla de la sala primera. Hay una luz tenue en la sala. Y la silueta, de baja altura como yo, se acerca, me saluda. Apenas sé que decir.

—¡Estás aquí! ¿Cómo es posible?

—Soy real. Estoy aquí porque tú crees que estoy

—me dice—.

Es un hombre joven, de unos treinta años. Es como si siempre le hubiese conocido, aunque sólo sea un fantasma, una transfiguración. ¿O no es un fantasma? Es todo un desbarajuste. No sé si lo es.
Le pregunto al fantasma por Jaime, el proyeccionista, y me dice que seguramente se ha ido a tomar un coñac y que por eso he encontrado la puerta abierta. Jaime es muy despistado.

Me decido a subir a la cabina y me la encuentro llena de películas. Las hay en todos los formatos imaginables. Es una cosa monstruosa. Apenas se puede caminar. Me fijo en algunos de los títulos. Ahí esta, —rápidamente llama mi atención— la última película antes del cierre, “Las malas hierbas”, de Alain Resnais, una rareza maravillosa, sencilla, romántica, loca. Cerca está, como no, uno de los últimos éxitos del cine desaparecido, “The artist”, o “La pesca del salmón en Yemen”, otra delicia sencilla y sin pretensiones.

Fragmento del cartel de la película ‘Salvar al soldado Ryan’.
Fragmento del cartel de la película ‘Salvar al soldado Ryan’.

Tanto y tanto cine… “Los amantes del círculo polar”, del hace tiempo ausente Julio Medem, “El abuelo” de José Luis Garci con los grandiosos Rafael Alonso y Fernando Fernán-Gómez. Me gusta el cine español. Es nuestro cine. Nunca he entendido muy bien las razones por las que lo desprecian muchos cinéfilos. Tiene películas de todo pelaje, como sucede con otras cinematografías. En uno de los estantes se apilan “El faro del sur” de Eduardo Mignogna o “Requiem” de Alain Tanner. “Lugares comunes”, de Adolfo Aristarain, “Horas de luz”, de Manolo Matji, mi favorita “Retrato de una dama” de Jane Campion, “Invencible” de Herzog o “El viaje de Chihiro” de Miyazaki, “Eyes wide shut”, inquietante Kubrick, “Salvar al soldado Ryan” de Steven Spielberg, y ahí contiguo un largo etc… … Infinito.

Me gustaría volver a verlas todas. Muchas más. Muchas más películas. Verlas más de una vez.

Pienso en buenos amigos que hace tiempo que no veo. Si no nos vemos en la realidad, en Segovia, nos veremos en el Cine Imaginación.

La imaginación es más rápida que la luz, dice Saura. Aprendamos de él. Como me gustaría volver a ver su “Flamenco Flamenco”.

Se acerca el fantasma, Manolo, con un vaso con un poco de whisky, sonriente, y me dice que el reloj del cine sólo funciona a veces, que mientras esperamos a Jaime podemos ver alguna película o charlar. Nos detenemos en el hall de entrada a las salas, donde existe un mueble pequeño con libros. Es para eso que se llama “bookcrossing”, intercambio de libros. A veces no hay intercambio, a veces hay algún ladrón, al que llamamos el “robalibros”.

El fantasma me dice que se va arriba, a la cabina, que tiene ganas de ver película, que hace tiempo que no va nadie por allí y hay que celebrarlo, que si el cine está vacío es como si no existiesen las películas, ellos mismos, los cineastas. Me invita a quedarme pero le digo que tengo que volver a la realidad, a lo cotidiano, a la rutina. Me pregunta si puede traer algunos amigos la próxima vez y le digo que por supuesto. Nos estrechamos la mano.

El Cine Imaginación. ¡Qué suerte encontrarlo! Un cine cerrado es otro sueño que no encuentra a su dueño, me dijo David Trueba. Afortunadamente ahora hay luces pequeñas, guías casi microscópicas, que impiden una caída o un mal paso. Debo haberlas inventado yo. ¿Estoy inventando toda esta aventura? ¿O es real? Con el insomnio quedaba pensando en el cine destruido, en los cineastas destruidos. Me habían amputado algo. Yo no era yo. Era otro yo, sin sitio, sin lugar en el mundo. Todo invitaba, el sinsentido invitaba sibilinamente a desaparecer. Ahora recuerdo los sonidos, los olores, el tacto de la película nueva, el cariño con el que tratar a la película vieja, deteriorada, maltratada, el peso de las bobinas.

El cine se ve real para mí… … pues entonces supongo que es real.

Es increíble. Increíble. Me froto los ojos. Los abro. Vuelvo a cerrarlos. Vuelvo a frotarlos. Esto existía y yo no lo sabía, ensimismado, aplastado, desanimado.

Hay otros que querrían participar de ese cine. Repartir entradas, chucherías, preparar el panfleto informativo de la Gran Ilusión, recoger las entradas, gestionar el cine, proyectar cine, ser porteros, acomodadores. Y lo que me dijo Carlos Gracia, ver cine, que el cine también se hace viéndolo. Es maravilloso esto de Carlos.

Fuera del cine intento llevar una vida realista para no volver a enfermar. No me muevo mucho, no viajo apenas, no bebo whisky, intento no perturbar la calma. No sé si lo hago bien. Intento crear un pacto con la realidad.

Por un momento pienso en romper estos papeles en los que escribo. No escribir más. Temo no tener nada que contar, pienso que ya dije todo lo que tenía que decir. Ya lo escribí.

El zoótropo necesita la velocidad de rotación adecuada. Se produce la ilusión óptica. Busquemos esa rotación, ese punto, esa fragilidad, ese cine.

Lo del juguete Imaginación hay que tomarlo en pequeñas dosis si no se quiere acabar como Don Quijote. Así que sólo puedo estar en este Cine Imaginación por un rato. Aquí el fantasma con el que me he encontrado parece saberlo todo del cine, cuando le he preguntado por las películas que hay en la cabina. Curiosamente he encontrado muchas de las que más me gustan nada más entrar. Quizá haya muchas otras dentro de la cabina. Quizá han hecho una reforma.

Lo real se inyecta en mi mente y despistado no me despido de mi amigo Manolo.

Armemos nuestro propio cine, con los nuestros, en nuestra casa. Con la mayor pantalla posible. Llevemos la imaginación a la realidad.

No hago la espantada antes de irme. Me detengo de nuevo, como hace un rato con mi bicicleta. Palpo los ladrillos, la arcilla. Ojalá pueda volver pronto y encontrar la puerta abierta.

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