Concha Velasco tiene algo en la mirada que, por mucho que pasen los años y por muchas enfermedades que se empeñen en sobresaltarle, le hace ser una persona anormal. Una actriz anormal. Anormal por distinta, por peculiar, o tal vez normal, ya que es lo que deberían transmitir las miradas; todo.
Ayer tuvieron más suerte para comprobarlo de cerca los espectadores que ocuparon las primeras butacas de un Teatro Juan Bravo de la Diputación de Segovia que se llenó para recibirla, pero a pocos a lo lejos se les escapó todo lo que decían los ojos de la mujer yeyé, cada vez que se apretaban, para luego mirar al horizonte, en cada uno de los largos monólogos que pronunció durante la hora y media de representación de ‘Olivia y Eugenio’.
Concha Velasco, como bien indica el título, no estuvo sola sobre el escenario del teatro; le acompañaba Hugo Aritmendiz en el papel, quizás, de sí mismo, un chico con síndrome de Down al que la sociedad le ha colocado la etiqueta de ‘anormal’, pero que termina demostrando ser el más normal de todos los presentes. Porque normal debe ser sinónimo de natural, y natural de honesto, de espontáneo; y pocas cosas fueron tan espontáneas, honestas, naturales y normales como los dedos de Hugo entre las gafas, secándose las lágrimas después de la segunda ovación del Teatro.
Antes, su papel breve e intermitente, pero preciso y sincero, había servido de excusa y pausa para dejar que la voz de su compañera de escena reflexionase, y le preguntase al pequeño porcentaje de sociedad presente en el Teatro, ¿qué es lo normal? ¿qué familia es la buena? ¿qué convierte a las personas en dignas de admirar? Donde hay dinero, hay corrupción; donde hay trabajo, existe falta de cariño; donde llega el triunfo, molesta la pena.
Los largos diálogos de Olivia en los que se dirigía a un tú que en ocasiones era su difunto marido, ludópata y adicto a las drogas, y en otras su pobre hijo Eugenio, error de un cromosoma mal colocado, que a pesar de su bondad y sus virtudes había supuesto un “duro golpe de la vida”, llenaban poco a poco de comprensión a los espectadores, psicoanalistas por accidente. Con la muerte como objetivo de cada una de sus acciones, en la noche de su premeditado descanso, resultaba tierno contemplar desde la butaca escenas como esa en la que madre e hijo comparten baile, u otra en la que Olivia sueña con la vida que le habría tocado a su pequeño Eugenio si las letras de su ADN no se hubiesen descolocado
Hugo, mientras tanto, emocionaba al Juan Bravo interpretando un viaje en moto, una carrera de coches o la aparición de un ángel. Y en cada una de esas escenas en las que la honestidad de Eugenio se hacía más que evidente, el público, con toda seguridad, no paraba de preguntarse por dentro en cuál de ellas convencería a Olivia de cambiar de planes y disfrutar de la vida. Sin complejos. Sin artificios. Sin etiquetas. Sin pasado. Con total normalidad.