El proceso judicial contra Baltasar Garzón por investigar los crímenes del franquismo ha puesto en cuestión la figura de la acusación popular, una peculiaridad española sin equivalente en el Derecho europeo tras la que en ocasiones hay intereses dudosos, pero que otras veces, como en el caso GAL, ha sido el impulso decisivo para hacer Justicia.
Juristas, abogados y políticos discrepan acerca de la necesidad de limitar o eliminar esta figura, que nació para democratizar y equilibrar un pleito en el que el fiscal puede verse influido por los intereses del Gobierno de turno.
Si Garzón va a sentarse en el banquillo es porque el Tribunal Supremo permitió al sindicato ultraderechista Manos Limpias ejercer un derecho reconocido en la Constitución, que en su artículo 125 dice que «los ciudadanos podrán ejercer la acción popular (…)» en la forma que la ley determine.
Es decir, en España, cualquier persona, aunque no sea directamente perjudicada, puede personarse como acusación popular, distinta a la particular que ejerce el afectado y a la del fiscal.
Hay quien, como el diputado del PNV Emilio Olabarría, cuestiona que ciudadanos sin ninguna relación con el delito puedan ser acusación y acceder a la información de los sumarios, que pueden vender o facilitar a los medios o incluso utilizarla para dañar a los afectados.
Olabarría es partidario de que la acción popular desaparezca y no le asusta una reforma de la Carta Magna: «Si hay que reformar la Constitución, se reforma. Esa figura se creó para democratizar la Justicia y se ha convertido en una perversión jurisdiccional».
Por contra, Teodoro Mota, presidente de la Asociación Libre de Abogados, que ejerció la acción popular en el caso GAL, defiende su utilidad para paliar los defectos de un sistema en el que el fiscal está sometido al Gobierno.
Poco más ha previsto el legislador sobre la acción popular, a la que se refieren la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim) para afirmar que la acción penal es pública y pueden ejercitarla todos los ciudadanos, y la Ley Orgánica del Poder Judicial, que señala que los españoles podrán ejercerla en los casos establecidos legalmente.
El Gobierno pretendía aprobar antes de fin de año una reforma de la LECrim, cuyo borrador ya está muy avanzado, que dejaría la instrucción en manos del fiscal y podría «restringir» el ejercicio de la acción popular.
El ministro de Justicia, Francisco Caamaño, a propósito de las querellas contra Garzón, reconocía que le planteaba muchísimos problemas desde el punto de vista jurídico y político que la acusación popular tenga márgenes tan amplios.
«Están tratando de asfixiar a esta figura porque les resulta incómodo el papelón del fiscal, que mira para otro lado, y le estamos quitando protagonismo», afirma el secretario general de Manos Limpias, Miguel Bernard.
El profesor de Derecho Penal de la Universidad de Deusto Juan Ignacio Echano piensa que esa reforma podría limitar o «cerrar el paso» a asociaciones o partidos políticos que actúan con intereses particulares, pero advierte del peligro de que se limite en exceso y «paguen justos por pecadores».
Mota, sin embargo, cree que hay «mecanismos» suficientes para evitar la «instrumentalización», como no admitir a trámite una querella en la que no hay materia para investigar y persigue fines distintos al esclarecimiento de la verdad.
botín y atutxa. Ante la escasa regulación, ha sido la jurisprudencia del Supremo y del Tribunal Constitucional la que ha perfilado caso a caso, a veces con criterios contradictorios, los límites de la acción popular en causas en las que no acusa el fiscal.
En 2007 llegó la doctrina Botín del TS, que archivó el caso de las cesiones de crédito contra el presidente del Banco de Santander, y estableció que en procesos tramitados como procedimiento abreviado no se puede abrir juicio oral si solo lo pide la acusación popular y la Fiscalía, y los posibles perjudicados solicitan el archivo.
Esa interpretación se retocó en 2008, cuando el Supremo se corrigió a sí mismo para condenar al ex presidente del Parlamento vasco Juan María Atutxa por no disolver el grupo Sozialista Abertzaleak y admitió la acusación popular en solitario cuando el delito afecta a «intereses colectivos» o si no se han personado los perjudicados directos.
El 23 de marzo de 1988, 104 profesionales, intelectuales y abogados presentaron ante la Audiencia Nacional una querella contra el subcomisario José Amedo y el inspector Míchel Domínguez, a los que acusaban de ser miembros de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL).
En el juicio, la acusación popular, que ya había intervenido en el caso por el secuestro de Segundo Marey -la primera acción atribuida a los GAL-, sirvió de contrapeso a la defensa y fue clave para que Amedo y Domínguez fueran condenados a 108 años de cárcel.
Estos casos «han marcado un antes y un después de la acción popular», dice Mota, que reivindica su importancia en asuntos relacionados con malos tratos o torturas de las fuerzas de seguridad, en los que sin el «impulso» de las organizaciones de derechos humanos «no se hubiera conseguido nada» por la «pasividad» del fiscal.
Bernard está convencido de que los «planes» para «exterminar» la acción popular son una respuesta directa a Manos Limpias, que -afirma- «se ha convertido en referente de la acción popular» frente a la corrupción política, económica e «incluso judicial», en el caso de Garzón.
No lo ve así el penalista Juan Echano, que opina que en este caso están actuando organizaciones con clarísimos intereses políticos.
