El pasado jueves, por fin, se pudo tomar el pulso a esta cuarta edición del MUCES: un aceptable tono medio, que demuestra buena salud. Mientras en San Juan de los Caballeros se daba la oportunidad de conocer la excelente Palma de Oro de Cannes, “La cinta blanca” de Michael Haneke, en sus dos sesiones, me apresté a pasar la tarde-noche en el complejo Artesiete. Quiero decir que vi allí las tres películas objeto de este comentario.
La afluencia de público volvió a ser notable, con llenos en la sesión de las 20 h. Que el público responda, siempre es una buena noticia. Lo lamentable fueron los pequeños retrasos que iba acumulando la programación, en muchos casos debido a la publicidad que traían pegada las copias de las películas, unos inoportunos y totalmente innecesarios avances publicitarios que no hicieron sino entorpecer y molestar a los espectadores, pues esos preciosos minutos perdidos al principio de cada proyección, terminaron impidiendo que algunas personas cumplieran su propio programa. Efectivamente, si sales de tu sala a las 22:15 h, difícilmente puedes trasladarte al otro complejo a ver la película para la que tenías comprada la entrada precisamente para las 22:15.
Pues aun con esos retrasos en el comienzo de las películas, todavía hubo gente que entró tarde en la sala y quien no se privó de comer palomitas. Hechos inaceptables en cualquier otro festival, aunque, claro, lo nuestro no es un festival, sino una muestra.
Pues bien, a primera hora, lo programado era el ciclo ‘Cine Joven’. Dentro de él, “Un infierno con la princesa”, del checo Miloslav Smidmajer, resultó ser un cuentecillo simpático, un tanto exótico, apto sólo para pasar el rato cuando no tienes nada mejor que hacer. Desde luego en la sección principal esta película hubiese tenido todavía menos gracia. Y como me comentaba un amigo, ¿tú crees que al público joven le puede agradar tal cantidad de subtítulos pasados a toda marcha?
Mayor entidad tuvo, lógicamente, la sesión de las 20 h. “Flor del desierto”, de Sherry Hormann, recreaba la novela autobiográfica de la modelo somalí Waris Dirie. Un tema importante, un mensaje, la concienciación para tratar de abolir en África la ablación del clítoris. Lo malo era ese, quizás necesario, tono didáctico, pero la película no está mal. Exhibe una buena factura técnica, luciéndose en la fotografía (¡esos paisajes africanos!) y sacando una buena interpretación de su protagonista, Liya Kebede, bien acompañada por Timothy Spall y Sally Hawkins, ésta muy en su papel de payasa tierna, al estilo de “Happy, un cuento sobre la felicidad”.
Que la película funciona y cumple así sus objetivos, se me hizo patente al notar la indignación que las imágenes más crudas iban suscitando en la señora que tenía al lado. Sí, porque la estructura dramática se basaba en la alternancia de secuencias rodadas en África, bellas e ilustrativas, con las rodadas en Occidente, acentuando el contraste entre ambas culturas, entre los tan diferentes modos de vida. No es fácil dejar de seguir las viejas tradiciones. Esta bienintencionada película trata de aportar su granito de arena a tan ardua cuestión.
Ya por la noche, “El zar”, de Pavel Lounguine, nos ofreció una lección de historia rusa, que nos hizo comprender taxativamente lo acertado del apodo de Ivan, el Terrible. Estructurada en cuatro cuadros, la película avanza con la pesadez de un tanque capaz de dejar aplanado al espectador en su butaca. Técnicamente la película es extraordinaria, con una fotografía muy plástica que gusta de escrutar los rostros de los actores en primer plano. Digamos que es bonita de contemplar.
Sin embargo, el argumento se vuelve algo farragoso y reiterativo en algunos momentos. La continua ostentación de poder por parte del zar y la exposición de su brutalidad parecen lógicas en el desarrollo del tema, pero esa fijación con Dios y sus representantes en la tierra terminan resultando un tanto cansinos.