Iba a titular esta crónica crítica o esta crítica crónica ‘Las dos caras de una verdad’. También pensé ponerle ‘Pelos de punta’, como a todos los que estuvimos presentes el sábado en el concierto nos los puso él, Pablo Alborán; un chico sencillo, de poco acento malagueño, pantalón vaquero blanco, camisa y fular hasta el momento en que en el enésimo guiño a sus fans, lo dejó perder entre gritos adolescentes. Simpático y guapo; incluso de lejos, desde la última fila, donde la altura hace perder la magia del escenario y ganar la del marco.
Al final he terminado eligiendo el encabezamiento más sencillo, el más predecible o el más apropiado; por la canción que le ha llevado al éxito y porque esta misma, desnuda al principio y vestida al final del concierto, se encargó solita de propiciar los argumentos. Ella sola se bastó para desvelar que la verdad es que Pablo Alborán, a sus 22 años, es artista y además músico. Tiene una voz preciosa, que sube y baja y rasga y rompe, sin contemplar ni una sola nota desafinada, y unos dedos habilitados para moverse sobre los trastes de una guitarra deslizándose sin un desliz.
Además, el chico es capaz de llenar, sentado sobre una butaca, un escenario grande y lograr que cerca de 1.800 personas mantengan un silencio de catedral, mientras él canta; a capella, como hizo al despedirse del público, acompañado de su guitarra, como cuando en el segundo tramo del concierto cantó ‘Desencuentro’ y ‘Solamente tú’, o escoltado por otras dos guitarras cerca del final, cuando emocionó al público entonando las estrofas de ‘Cuando te alejas’ y ‘Te he echado de menos’.
Y así, tan sencilla, tan natural, es la cara bonita de Pablo; sin necesidad de apellidos ni nombres artísticos, y tampoco de espectáculo musical. Es la cara que, de preciosa, pone los pelos de punta en el mejor sentido de la expresión; la que estremece. Pero también la que más tarde, o antes, según se quieran ordenar los acontecimientos, hace recapacitar, reflexionar y hacerse mil preguntas al conocer la otra cara, la que también pone los pelos de punta; pero de miedo.
Porque una tiembla al ver cómo unas bases y un acompañamiento que serían más propios de cualquier orquesta de verano de bajo presupuesto o de cabecera de Operación Triunfo, destrozan lo que fue creado con amor o desamor; con sentimiento. Y no es que Juan Carlos Jiménez y los suyos no sean buenos músicos, que lo serán, es que la estética a la que visten canciones como ‘Ladrona de mi piel’, ‘Caramelo, o ‘Volver a empezar’ ( y ésta gana, porque pierde artificios, en directo), resulta hortera; más propia de cualquier Bisbal o Carlos Baute.
Y sí, Pablo Alborán consiguió que la gente de La Granja bailase, moviese los brazos y diese palmas; pero cuando una escucha un sincero“¡olé!” acompañando, tras un susurro cantado, al eco de una primera cuerda, se pregunta qué necesidad tiene una discográfica de convencer a un joven artista, con todas las letras, de que las canciones, tan cargadas, no cargan. Si solamente él… y él y él, y poco más que él…