Desde muy niña, quizá desde que oyó por primera vez la «mágica frase» de «érase una vez…», Ana María Matute supo que entregaría su vida a la literatura, una pasión de la que habló ayer en su discurso de agradecimiento del Premio Cervantes, en el que evocó su infancia y sus comienzos como escritora.
«La literatura ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas», decía esta gran novelista tras recibir de manos del Rey el galardón más importante de las letras hispánicas, un premio que ella considera «como el reconocimiento, ya que no a un mérito, a la voluntad y al amor».
Fue una disertación intimista, sincera y emotiva, muy distinta a la de otros galardonados, en parte porque su estilo es único y no tuvo que demostrar nada: ahí están su obra y su inmensa capacidad de fabulación.
Matute, que no ocultó su felicidad -«¿por qué tenemos tanto miedo de esa palabra?»-, no subió a la cátedra a leer su intervención, sino que lo hizo abajo, sentada en su silla de ruedas y junto al público, a quien hizo reír y emocionó.
Apenas hubo en su intervención referencias a Cervantes, aunque sí aludió, sin nombrarlo, al Quijote, ese «hombre bueno, solitario, triste y soñador», que «creía en el honor y la valentía, e inventaba la vida». Aquel soñador «convertía en gigantes las aspas de un molino, igual que convertía en la delicada Dulcinea a una cerril Aldonza».
Matute cree que «el que no inventa, no vive». Ella empezó a inventar en «un tiempo muy niño y muy frágil», en el que se sentía distinta: era tartamuda, «más por miedo que por un defecto físico», y las niñas de aquel tiempo, «mujeres recortadas, poco o nada tenían que ver» con ella.
Esa pequeña solitaria que fue Matute solo tenía un amigo, su muñeco Gorogó, que su padre le trajo de Londres a los cinco años. Gorogó está presente en Primera memoria, una de las novelas con las que la autora se siente «más identificada», y la acompañó también en sus primeros «inventos» literarios. Hasta que supo que «en la Literatura, en grande, como en la vida, se entra con dolor y lágrimas».
Con aspecto «más aniñado del normal» (llevaba calcetines), Matute iba cada día a la editorial Destino con su primera novela, Pequeño teatro, escrita a los 17 años, «a mano, en un cuaderno escolar, cuadriculado, con las tapas de hule negro». El director y novelista Ignacio Agustí, con «infinita paciencia», le explicó que debía «pasarla a máquina». Con Pequeño teatro ganó el Premio Planeta en 1954 y ese fue su «verdadero bautizo de entrada en el mundo editorial».
La galardonada hizo una encendida defensa de los cuentos de hadas y arremetió contra quienes «mutilan, bajo pretextos inanes de corrección política», «su famosa crueldad», que es la esencia de su obra maestra Olvidado Rey Gudú.
Matute llama a los de su generación la de «los niños asombrados», porque así se sintieron cuando estalló la Guerra Civil española. El mundo «se había vuelto del revés» y por primera vez vio «la muerte, cara a cara, en toda su devastadora magnitud». Un asombro que también sintió al ver surgir, «al partir un terrón de azúcar en la oscuridad, una chispita azul», algo que le reveló que ella sería escritora. «Aquella lucecita azul, aquel virus no me abandonó nunca», aseguró.
