Se sabía. Una hora antes de que el viernes se iniciara la reunión del Constitucional (TC) para votar el Estatut, comentaba con pesimismo un miembro de ese tribunal: «Si se vota, que no tengo nada claro que se vaya a votar, se tumba. Todo sigue exactamente igual. Seis en contra de la ponencia de Elisa y cuatro a favor. No se aprueba».
Así fue. Exactamente así. La presidenta del TC ha vivido los años más difíciles de su carrera; los que la conocen afirman que ha sufrido tanto que incluso le ha afectado al carácter, más taciturno ahora de lo que era habitual en la catedrática de Derecho del Trabajo y vicerrectora de la Universidad Carlos III, que siempre afrontaba con ánimo las dificultades. La sentencia sobre el texto catalán se convirtió en una seria preocupación para ella a los pocos meses de que entrara el recurso del PP, porque ya comenzaron a advertirse las primeras presiones políticas. Pero desde hace un par de años, la preocupación se había convertido en pesadilla.
Los momentos críticos han sido excesivos. Uno de los que le afectó más fue la bronca en público de la vicepresidenta De la Vega durante el desfile de las Fuerzas Armadas de 2007. Colaboradores de ambas afirmaban que no hubo tal chorreo, pero los gestos y la lectura de labios que encargó alguna televisión impedían dar credibilidad a quienes se empeñaban en sostener que hablaban alto porque el sonido ambiental era excesivo. De la Vega expresaba con dureza su queja porque los trabajos no avanzaban con suficiente rapidez, y provocaban tensiones con Cataluña y en Cataluña que perjudicaban gravemente al Gobierno.
No obstante, lo que más ha preocupado a Casas no ha sido la crispación política, sino las consecuencias que podía tener para el Tribunal y para sus componentes el desprestigio de no haber podido cumplir su trabajo. Al principio, los miembros del tribunal se autojustificaban con el argumento de que la suma de recursos y de recusaciones retrasaba inevitablemente los plazos, pero hace casi dos años que se solventaron las recusaciones sin que se produjeran avances.
Curiosamente, incluso sorprendentemente, la posición de los distintos magistrados se ha mantenido inamovible en el tiempo, lo que podría considerarse un punto a su favor, porque significa que han sido insensibles a las presiones. En un lado, a favor de la constitucionalidad de la mayoría del texto, han estado siempre el abogado catalán Eugenio Gay, el ex presidente del CGPJ Pascual Sala, María Emilia Casas y Elisa Pérez Vera. Ésta última ha sido la ponente, la que presentaba una resolución que sirviera como base para la sentencia y, aunque introdujo modificaciones para intentar el acuerdo, presentando cinco ponencias distintas, no pudo sacar ninguna de ellas adelante. Casas nunca aceptó la sugerencia de cambiar a la ponente, y quienes conocen el método de trabajo del Constitucional afirman que ese ha sido su error y la causa de que no haya habido sentencia ante un asunto de tanta relevancia, no solo política, sino también social, pues, en este impás, en Cataluña se ha aplicado lo que dice el Estatut, lo que afecta a una veintena de leyes en vigor.
En el lado opuesto, en el de los que consideraban que un número importante de artículos eran claramente inconstitucionales, se encontraban tres conservadores; Jorge Rodríguez Zapata, Vicente Conde y Javier Delgado, así como tres a los que se pensaba que podían convencer de situarse a favor de la ponencia si se introducían consideraciones referidas al concepto de nación aplicado a Cataluña; Ramón Rodríguez Arribas, Guillermo Jiménez y Manuel Aragón.
Las presiones han llegado a ser «insoportables», según un miembro del TC, para el progresista Manuel Aragón, pero no cedió en su planteamiento de que no se podía aceptar el artículo 8 referido a los símbolos nacionales de Catalunya, porque, al igual que sus compañeros, considera que esa terminología lleva implícito el reconocimiento de que Cataluña es una nación.
Casas pretendió, hasta hace pocas semanas, conseguir un consenso y no verse obligada a ejercer su voto de calidad, pues le parecía un borrón en su biografía -como lo fue para García Pelayo la sentencia de Rumasa- y una mala señal para el prestigio del alto tribunal. Sin embargo, en los últimos tiempos su empeño estaba en lograr sumar un sufragio más para hacer valer su voto decisivo. Pero ni aún así Manuel Aragón dio su brazo a torcer.
Casas ha mantenido reuniones personales con todos y cada uno de los magistrados, intentando que hubiera una mayoría que permitiera dictar sentencia. Fue inútil, porque ni ella, ni los otros tres progresistas, cedían en lo relativo a la nación, y el sector contrario no aceptaba que el Estatut no reconociera de forma textual la soberanía española. Hasta el mismo jueves esa cuestión fue lo que dividió a los dos grupos.
Y por ello, pese a que el viernes nunca hay reuniones, en esta ocasión Casas quiso agotar hasta el último minuto. Pero el esfuerzo fue baldío. Tenía razón el miembro del TC que expresaba su pesimismo: nadie ha dado su brazo a torcer, las convicciones esta vez han vencido a las presiones políticas.
