Se nos repite que estas fiestas son inclusivas, amables y aptas para todos los credos, incluidos ateos, agnósticos y creyentes de supermercado. Y es verdad. Hoy la Navidad puede celebrarse sin Dios, sin fe y sin memoria.
Lo que nació como la conmemoración del nacimiento del Hijo de Dios ha degenerado en la exaltación del hijo de Papá Noel: rojo, barrigudo, risueño y generoso con lo ajeno. Dionisiaco hasta la caricatura. Banquete sin medida, alcohol sin culpa, gasto sin freno y felicidad obligatoria.
El pesebre estorba, la Cruz incomoda y el Evangelio molesta. Pero el brindis absuelve, la resaca se perdona y todo vale con tal de no guardar silencio, no arrodillarse y no preguntarse nada.
Así no extraña que estas fiestas triunfen incluso entre quienes no creen en nada: han logrado conservar el jolgorio expulsando al Nacido.
Nosotros, en cambio, celebramos lo que es. Sin disfraces ni coartadas. El nacimiento en Belén del Hijo de Dios, humilde, real y eterno.
Por Él alzamos la copa como rito y como oración.
Lo demás no es Navidad: es solo una fiesta más. Sin el Nacido todo es impostura.