Los que acuden con regularidad a misa los domingos saben que, durante la Liturgia de la Palabra, tras la primera lectura y antes de la segunda, se recita un salmo en el que quien dirige la oración reclama a la asamblea que repita una frase entre estrofa y estrofa. Al cuarto domingo de Cuaresma le corresponde el número 136 (137 en la numeración hebrea), conocido como la balada del desterrado, y lo que los fieles corean es: «que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti».
Uno de esos domingos, hace muchos años, cierto amigo, hombre de fe, permaneció mudo a mi lado cuando llegó ese momento. Al salir me explicó que nunca rezaba ese salmo, por si acaso se cumplía. No tengo muy claro que hubiera entendido bien el sentido profundo de la oración; es lo que tienen los asuntos de la religión, que no pueden tomarse a la ligera y su comprensión, muchas veces, requiere algo más que la fe del carbonero.
Desde el punto de vista de cualquiera que no tenga un par de cursos de Teología –condición que cumple la mayoría de la población–, y si lo piensa usted bien, se trata de una oración peligrosa. Habida cuenta de que todos somos pecadores, no parece buena idea ir pidiendo al Altísimo que nuestra lengua quede adherida al paladar si no nos acordamos de Sion. No conviene banalizar los ruegos.
Pero no pretendo adentrarme en la fe de cada cual ni en sus costumbres dominicales; escribo esta reflexión pensando en todas esas personas que lidian cada día con lo suyo y apelo a mis semejantes que, como yo, confían en que aquellos a quienes han votado actúen con la preparación, la capacidad y el respeto que exige lo común.
A lo largo de este año que empieza, quienes aspiran a ponerse al frente de ese encargo se irán sometiendo al escrutinio público con el fin de ganarse un escaño en las distintas asambleas que se reparten por esta antigua nación. Desde ahora y hasta entonces recorrerán los caminos y predicarán desde todo púlpito disponible la biblia laica de su apolillado argumentario.
Tan viejo como el salmo 69, en el que puede leerse: «Impútales una culpa tras otra, no los declares inocentes; bórralos del Libro de la Vida, que no sean inscritos con los justos»; o el 35, donde encontramos frases como: «Que los sorprenda un desastre imprevisto; que sean atrapados por sus propias redes y caigan en la fosa que ellos mismos cavaron»; o el 109, que nos dice: «Que se ponga contra él a un impío y tenga un acusador a su derecha; que salga condenado del juicio y su apelación quede frustrada. Que sean pocos sus días y que otro ocupe su cargo». Prometo que no me lo estoy inventando, busque esos salmos si no me cree.
Así proferirán imprecaciones contra los malvados en una liturgia repetida en la que las asambleas corearán consignas y aplaudirán a los nuevos evangelistas que piden el voto para alcanzar el trono por el que compiten.
Vale, me bajo del presbiterio, que me he venido arriba. Pero es que me enerva un poco ver cómo muchos se dejan engañar por artimañas tan evidentes, por estrategias que no son más que un mal remedo de la historia más antigua. Me duele en el alma comprobar cómo se recurre a tretas de trilero para encandilar a la audiencia, sin referencia alguna a las cosas de comer.
Permítame un ruego más: que los oídos se agudicen, que la mente pueda discernir y que sepamos encontrar la voz de los que predican menos y ofrecen más, para poner nuestro futuro en manos, si no de un arcángel, al menos de alguien honesto que se sepa tan pecador como el resto. ¡Líbranos, Señor, del político infalible!
Entre tanto, si lo de «que se le pegue la lengua al paladar» les sucede a los que nos aturden con su hueca verborrea, aunque sea por un ratito, bienvenido sea ese descanso que nos llevamos por delante.
¡Que tenga usted un muy feliz y próspero 2026!
