Albert Einstein lo dijo sin reparos: “El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad”. Aunque creo que habría sido más duro si hubiera conocido este separatismo excluyente que sufrimos en España, que considera inferiores al resto de ciudadanos, y que tan próximo está al racismo o al supremacismo.
Ya comenté en un escrito que Miguel de Unamuno, el más ilustre español de su tiempo, era un vasco puro; sin embargo, veía en el nacionalismo vasco “una represión, un retorno al aislacionismo y un rechazo de la cultura universal a la cual los vascos habían accedido gracias a su pertenencia al estado español”. Unamuno no podía concebir Euskadi sin España ni España sin Euskadi. Y por si esto no fuera suficiente, convendría recordar lo que le dijo a José Antonio Primo de Rivera: “Los separatismos no son más que resentimientos de aldeanos”.
Por otra parte, Menéndez Pidal demostró con toda claridad que el nacionalismo catalán es producto de la manipulación de la historia. Pero eso merece un capítulo aparte porque manipulan la historia confundiendo “Corona de Aragón” con “Estado catalán”, y convirtiendo la guerra de 1714 en un mito oficial con el que pretenden demostrar que fue una guerra entre España y Cataluña, cuando en realidad fue una lucha por la sucesión al trono español.
Algo inaudito porque los catalanes apoyaban a Carlos III al grito de “Viva Carlos III, rey de España!”, lo que indica claramente que no combatían por una república catalana ni por un Estado soberano. Y además, ese grito demuestra con toda nitidez que se sentían españoles. Lo único cierto en esta historia es que perdieron, y el rey de España fue Felipe V de Borbón, apoyado por Francia y Castilla, y no Carlos III de Austria, respaldado por Inglaterra, Holanda, Austria y la Corona de Aragón (que incluía a Cataluña, que nació como conjunto de condados, no como monarquía, por lo que no existe base histórica ni jurídica para hablar de un “reino catalán)”.
Por tanto, el truco emocional y la manipulación ideológica posterior, consistieron en convertir una derrota dinástica en una invasión nacional. Pero ya no cuela. Y no cuela porque 1714 no fue la caída de un Estado catalán independiente, sino la derrota de una facción española que había apostado por el bando perdedor de una guerra europea. Y esto es exactamente lo que el mito no puede admitir.
Pero no quiero desviarme del tema y hoy prefiero centrarme en el título de este escrito, que se refiere al comportamiento de los separatistas y a las demenciales manifestaciones que tan estoicamente soportamos todos los ciudadanos. Por poner un último ejemplo, escuché a la portavoz de Junts en el Congreso, Sra. Nogueras, hablar de “los partidos españoles” como si los de Junts y ella misma no fueran españoles; pues Sra. Nogueras, aunque les pese y no lo quieran reconocer, ustedes son españoles. Por cierto, eso me hizo recordar a otro diputado nacionalista que dijo hace años en el Congreso: “Yo no soy español, estoy español”. Y lo dijo tan orgulloso… pero eso sí: la nómina que no falte.
Estos separatistas, que no se sienten españoles y que nos repiten insistentemente que España les roba y que es un Estado opresor, luego no tienen inconveniente en cobrar de los impuestos de todos los españoles, sentarse en sus instituciones y jurar una Constitución que desprecian; y no hay que olvidar la última mofa a su “amigo” Sánchez: “o haces lo que te decimos o bloqueamos el país”. Reconocerán conmigo que todo ello supone una grandísima hipocresía, solo superada por la humillación nacional consentida por un presidente sin ningún tipo de escrúpulos.
Lo cierto y verdad es que los españoles tenemos unas tragaderas importantes. Vivimos desde hace años en una anomalía histórica, porque soportamos un movimiento político que niega a España, la desacredita, la insulta y la parasita. Pero aun así, el gobierno actual negocia con este separatismo desleal como si fuera un socio legítimo y respetable. Además, no los considera adversarios políticos, que sería normal, sino partidos a los que hay que satisfacer para que no se enfaden demasiado y presten los votos necesarios para continuar en el poder, que es lo único que les interesa. Porque lo de gobernar para mejorar la vida de los españoles ni se contempla.
Pero también hay que reconocer, aunque nos pese, que el separatismo no sería nada sin la debilidad del Estado, por lo que conviene afirmar sin rodeos que no ha avanzado por su fuerza, sino por la debilidad de Sánchez. Y España, con este gobierno, ha pagado el precio del chantaje para comprar unos meses de falsa paz parlamentaria. Y eso no es política, eso es una forma de extorsión institucional. Nunca en la historia reciente un país democrático ha permitido ser insultado desde dentro con tal impunidad. Aunque lo verdaderamente increíble es que hemos normalizado que representantes públicos insulten a España, al jefe del Estado y al resto de los españoles. Pero como no hay infortunio ni calamidad que no sea susceptible de empeorar, estamos supeditados a un partido que, con una representación del 1,60% de la población, está decidiendo el gobierno de más de 48 millones de españoles. ¿Puede esta situación parecer razonable a alguien?
Por todo ello, la mayoría de los españoles estamos agotados, aburridos y con el peligro de que nuestra dignidad se rinda por cansancio. Y cuidado, porque el cansancio es la antesala de la renuncia moral. Si por desgracia se apoderara de los españoles la devastadora idea de que defender a España no sirve para nada, entonces ya no sería necesario derrotarla porque se derrotaría ella sola.
España se está jugando algo mucho más serio que un conflicto territorial porque lo que se juega en realidad es su derecho a seguir existiendo. Antes de que el impresentable Zapatero fuera presidente, en Cataluña y el País Vasco los nacionalistas defendían la identidad y los intereses de sus comunidades autónomas; pero hoy, los nacionalistas se han convertido en separatistas que lo que buscan es la ruptura política y territorial con el Estado. Por eso, debemos defendernos, porque no hay que olvidar que una nación que no se defiende, deja de existir como nación.
Esa es la razón por la que deberíamos pensar si la resignación está sustituyendo al orgullo cívico, si el hartazgo ha sustituido al compromiso, y si el silencio ha sustituido a la palabra. Si esto fuera así, tendríamos un grave problema.
