La Transición está de moda, y no solo por las series y películas que se estrenan en las plataformas televisivas, sino también por la cascada de efemérides que se nos viene encima. Como recuerda Pedro González-Trevijano, aquel proceso político merecería figurar en uno de los capítulos de Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig. El reciente aniversario de la proclamación de Don Juan Carlos —“ese estudiante brillante, el primero de la clase, pero castigado contra la pared por travieso”, según lo describe un amigo diplomático— nos ha traído a la memoria el proyecto que el monarca tenía en mente y que culminaría en la efeméride que hoy celebramos: la Constitución.
El proceso comenzó con la genialidad jurídica de Torcuato Fernández-Miranda: una norma de apenas dos folios —cinco artículos, tres disposiciones transitorias y una final— que fue la Ley para la Reforma Política. A ella siguió la habilidad del Gobierno de Suárez, que eligió a los cinco ponentes de la ley y logró convencer a los procuradores en Cortes para apoyarla. “Todos deseaban perdonar y ser perdonados”, ha dicho recientemente la ponente de la ley, Belén Landáburu. Después vino la legalización del Partido Comunista, la convocatoria de elecciones generales, la victoria de UCD, la aprobación de la Ley de Amnistía —fundamental para la legitimidad de la Constitución— y la apertura de un proceso de consenso destinado a alumbrar una Carta Magna que no fuera de parte, como lo habían sido todas las anteriores, sino de concordia nacional. Ahí radica su mayor virtud: que integra a todos los españoles sin excluir a nadie.
Celebramos, por tanto, el cuadragésimo séptimo aniversario de la Constitución, los mismos años que tuvo en la práctica la de 1876 hasta el pronunciamiento de Primo de Rivera en 1923, por lo que ya es la más longeva de nuestra historia: todo un hito para nuestro constitucionalismo. La Constitución resolvió no pocos problemas que arrastrábamos desde hacía dos siglos: la forma de Estado (monarquía o república), el derecho a la educación y la libertad de enseñanza, la aconfesionalidad del Estado y el modelo territorial (centralismo o federalismo/autonomismo). Conviene recordar que por estas desavenencias los españoles llegamos a matarnos, de modo que la ley de leyes de 1978 resolvió de forma pacífica y satisfactoria conflictos que habían permanecido enquistados durante generaciones.
Mal que le pese a algunos, la de la Constitución es la historia de un éxito que hoy se ve amenazado por una polarización artificial, diseñada para crear bloques estancos que impidan el trasvase de votos y, con ello, algo tan constitucional como la alternancia. Su espíritu de concordia lleva años debilitándose: primero, desde 2015, con la irrupción de la llamada “nueva política”, que rompió el consenso; y después, a partir de 2018, con la quiebra del pacto constitucional, convertido en un obstáculo para pactar con quienes defienden una soberanía patrimonial exclusiva de su territorio como condición para mantenerse en el poder.

Si, como decía Nelson Mandela, la verdadera fuerza de un líder se mide por su capacidad de unir a la gente y no de enfrentarla, la polarización que sufrimos desde 2015 deja en mal lugar a quienes tienen la responsabilidad de gobernar. Esa polarización, diseñada desde los despachos del poder, borra los acuerdos fundamentales entre los partidos, desdibuja fronteras y crea divisiones destinadas a “fortalecer a los míos”, evitando la fuga de votos y, por tanto, la alternancia política. Como recordaba Ortega y Gasset, transforma a los partidos en “instituciones cabileñas”. O en equipos de futbol.
Si sabemos que la última curva del nacionalismo es la independencia, cabe preguntarse: ¿cuál es la última curva de la polarización? Virgilio Zapatero ha advertido de la posible “implosión” de nuestro sistema político constitucional si los partidos abandonan su “función constituyente”. La Constitución solo funciona a través del pacto y, sin él, el modelo entra en barrena, generando un bloqueo institucional que impide ejecutar cualquier ley, por mucho que figure en el Boletín Oficial del Estado. ¿De verdad alguien cree que las distintas comunidades autónomas y ayuntamientos, gobernados por signos políticos distintos al del Gobierno central, van a coordinarse y colaborar si el pacto constitucional no está suficientemente engrasado? En el mejor de los casos, nos abocaríamos a una institucionalidad averiada: competencias bloqueadas, funciones inoperativas, capacidad de reforma limitada y, en definitiva, un Estado fallido que volvería a perder el tren de la modernidad.
A quienes cuestionamos las supuestas bondades de las “coaliciones de progreso” se nos llama negacionistas —antes, herejes—, pero, como afirma Juan Antonio Ortega, a esa “fe secular le faltan todavía varios concilios”. No demos nada por garantizado, “las instituciones que hemos construido y que creemos sólidas pueden tambalearse bajo el yugo de políticos sin escrúpulos, más preocupados por su poder personal que por su país”, advierte D. Juan Carlos en sus recientemente publicadas memorias. Cada vez queda menos tiempo para retomar el rumbo del sentido común y recuperar la paz civil que tan buenos resultados nos dio en la Transición, una paz que solo puede sostenerse en la verdad, porque las políticas pueden ser legales, pero no necesariamente legítimas cuando nacen del engaño.
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* Es director de la Fundación Transición Española.
