La palabra idiota proviene del griego antiguo idiōtēs (ἰδιώτης).
Hace 2.000 años, Aristóteles usaba este término para describir a los ciudadanos corrientes que se mantenían al margen de la política; aquellos cuya única preocupación era su vida privada. No tenía ningún tinte peyorativo. Un idiota paseando por el ágora era, simplemente, una persona normal. (Inciso: me pregunto cómo pasearían sin un móvil al que mirar…).
Sin embargo, la democracia griega exigía que los ciudadanos estuvieran interesados en los asuntos públicos. Para que el sistema funcionara, se requería que la gente no fuera idiota. Incluso se pagaba el desplazamiento a la asamblea de los que vivían lejos para fomentar la participación.
Con los siglos, la palabra mutó. Hoy, según la RAE, un idiota es un tonto, un engreído o alguien corto de entendimiento. Ya no podemos usar el término para describir a quien se centra en lo privado –el idios–; ahora es un insulto que no conviene dispensar alegremente.
¡No seas idiota! No parece un lema válido para animar a la ciudadanía a participar activamente en la política. ¿O tal vez sí? Quizá alguna agencia de publicidad, que en España hay muchas y muy buenas, dé con la clave para colocar el eslogan con éxito. Hasta entonces es mejor abstenerse.
Ya no podemos llamar idiotas a los que se centran exclusivamente en lo privado, hemos de buscar otro término y no es fácil. No hay ninguno que los describa con exactitud. Tendríamos que reunir unas cuantas palabras para englobar el viejo concepto, como: apolíticos, abstencionistas, individualistas o pasotas.
En todo caso, debemos encontrar el camino de animar a la participación. Tengo la sensación de que cada vez hay más desentendimiento de los asuntos públicos disfrazado de bulla en las redes. Miles de “bots” se dedican a difundir mensajes incendiarios para captar la atención pública, millares de personas participan con sus comentarios y terminan teniendo la sensación de participar, cuando lo que ocurre realmente es que están encerrados en una burbuja de murmullos sin la menor trascendencia.
El aislamiento tiene un coste altísimo. La política, como la naturaleza, aborrece el vacío; si los ciudadanos sensatos se retiran, el espacio lo ocupan otros. Ya lo advirtió Platón: «El precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores hombres». Mire al Consejo de Ministros y dígame si Platón tenía o no razón.
Mientras nos entretenemos en ese ruido estéril, la vida política sigue los derroteros que marcan quienes han tomado el timón y navegan ajenos a la realidad, en pos de sus propios intereses, haciéndole creer que le escuchan y atienden sus necesidades.
Para muestra, un botón: el CIS. El «cortijo de Tezanos» lleva años bajo sospecha. Sus encuestas ya no parecen orientadas a saber lo que opinan los ciudadanos, sino a crear una opinión favorable que, bajo una falsa apariencia de participación, justifique las ocurrencias del Gobierno y tape sus vergüenzas.
Los antiguos griegos querían animar a los idiotas a dejar de serlo; la élite política actual parece empeñada en todo lo contrario. Tanto en la acepción original como en la moderna: ¡No sea idiota! Salga de la burbuja. Apague la propaganda, ignore la cocina del CIS y participe de verdad: la democracia solo sobrevive cuando la gente empieza a pensar por sí misma.
