El deporte, o su industria, ya no es lo que era. Tiempos líquidos, que diría Zygmunt Bauman.
Las competiciones se multiplican sin sentido y albergan partidos que no deciden nada, que no influyen en ningún título y que desnaturalizan la esencia misma del deporte: la victoria. Los jugadores sobreviven a un calendario imposible, exprimidos como si fueran máquinas, mientras los despachos se llenan de cifras con ceros a la derecha. Hasta vemos cómo el vecino (ese club tan líquido en valores y tan sólido en cuentas) profana el que llaman su propio templo acogiendo partidos del otro fútbol, la NFL. La industria del deporte, como negocio puro, mirando la cuenta de resultados por encima de cualquier otro aspecto.
En un mercado que valora al Real Madrid en 5.800 millones de dólares (un valor que me parece altísimo; de hecho, yo no lo compraría ni aunque me lo regalaran), al Barcelona en unos 5.000 y al Atlético de Madrid en apenas los 2.000 (sin duda, infravalorado por ese mismo mercado), la noticia de que el Atleti venda parte de su alma -perdón, sus acciones- al fondo ASC (por favor, no confundir con ACS) supone una operación fría pero necesaria para mirar de frente tanto a los vecinos, como a los conglomerados planetarios y clubes-estado del Manchester City, PSG y compañía.
Cuesta asumir que parte del club pase a manos de quienes miran el fútbol como negocio, pero necesitamos músculo para retener talento, fichar sin temblar, planificar con ambición y, sobre todo, mantener al Cholo en el banquillo.
Nos vemos obligados a cotizar en mercados internacionales, sí, pero la tribu colchonera seguirá viviendo entre la gloria improbable y la tragedia asegurada porque, al final, con dinero o sin dinero, hay algo que ningún fondo podrá comprar jamás: la manera en que late una grada entera cuando el Atleti se juega la vida.
