Me gusta pasear por los cementerios. No es algo morboso y no soy el único que lo hace. Los cementerios son lugares tranquilos, acogedores, al resguardo de vientos y prisas. Lugares en los que dialogar con uno mismo y con los que, rodeándote, ya han pasado por lo que tú estás pasando —Como te ves, me vi; como me ves, te verás—, y en nada te presionan. Ellos saben escuchar y te hablan sin palabras.
Estos recintos sagrados —y aun los autoproclamados civiles— invitan a la meditación, que no tiene por qué ser tremendista. A mí me dan paz. Deambular entre sus muros es una forma de comprender la naturaleza humana y su final, que, hasta ahora, hemos sabido dignificar y hermosear. Me gusta caminar leyendo, aquí y allá, nombres, fechas y epitafios. Me gusta comprobar cómo la fe y la necesidad de memoria se hacen palabra grabada en un último intento de perdurar en este mundo mortal por naturaleza. Las lápidas y las muescas que en ellas practicamos son la frontera infranqueable entre la carne que aún palpita y los despojos, entre la realidad que es, o que fue, y la que nos espera, entre la vida terrena y el anhelo de eternidad.
El camposanto de Segovia, atalaya privilegiada del Acueducto, del valle del Eresma y del barrio del Salvador, es el principal escenario de estos mis paseos errabundos. Sin deudos a los que guardar mayor recuerdo —salvo Domiciano: parada y padrenuestro de respeto en su modesto nicho familiar, al fondo a la izquierda—, todos sus inquilinos se me revelan iguales. Porque lo son, porque lo somos. En la vida, aunque no lo parezca, y, definitivamente, en la muerte.
Hay una cosa de los cementerios que me fascina. O me conturba, habiendo dicho lo anterior. Y el de Segovia, con su provincianismo, es un caso arquetípico: el contraste entre los enterramientos, el caché de cada muerto. A los panteones principales, reservados y enrejados, les siguen otros túmulos pétreos de muy considerables dimensiones y aventajado lugar y, un escalón por debajo, otras sepulturas menos aparentes, pero aún de buena presencia y solidez. Es cierto que todo está cambiando y ahora estas convenciones socio-mortuorias, como tantas, están declinando, pero hasta hace poco, la cantidad de mármol distinguía la calidad moral, económica y devocional de cada familia, de cada finado. Y esto era ley. Vanitas vanitatis.
Pero a mí lo que de verdad me llena es pasear descubriendo los detalles que encierra el Santo Ángel de la Guarda. No los de carácter monumental, artístico o histórico, que eso es cosa de Mercedes Sanz de Andrés, la voz autorizada que tantos años lleva estudiando y explicándonos estas manifestaciones. Yo, modestamente, me recreo en aquellos que me hacen sentir bien, en los que me interpelan en esas mañanas de paseo improvisado. Y no los encuentro precisamente entre los mausoleos. Tres son las imágenes que más me llegan y siguen emocionándome.
De menos a más. La primera la componen las hileras de nichos, a varias alturas, que se abigarran circundando los patios y delimitando los paseos centrales, los laterales y las galerías más alejadas de la entrada, allí donde la tierra le cede su sitio al cemento. Todos tan aparentemente iguales, todos tan diferentes, con sus cruces, sus fotos, sus jaculatorias. Sus moradores son la historia reciente de Segovia y nos enseñan el camino. Pasear sabiéndose observado por tantos ojos, tan inquisitivos como compasivos, es una responsabilidad y también un impulso. Como si todos los que nos precedieron nos estuvieran animando para seguir adelante. Carpe diem.
La segunda son los enterramientos antiguos que, a fuerza de tiempo, ya nadie atiende en patios de baldosines levantados y tierra trasegada. Inscripciones casi ilegibles y sepulturas a ras de suelo con cruces vencidas y losas que ya no asientan bien sobre el terreno y están pidiendo mudanza o, mejor, una remoción definitiva. Lo perpetuo que deja de serlo, la cruda escenificación del olvido del que todos seremos protagonistas. Caminar por su perímetro esquivando alguna escalera o las herramientas descuidadas por los operarios, es, desde la ternura que la imagen provoca en su conjunto, una llamada a la trascendencia. Y a la humildad. Memento mori.
Y la tercera, la más conmovedora: el rincón habilitado para los niños, esos seres privilegiados, queridos por Dios sobre los demás, que no mueren sino que, tal como puede leerse en las minúsculas placas que acompañan sus restos, «suben al cielo» el mismo día que cierran los ojos. Se queda uno sobrecogido la primera vez que se topa con este pequeño jardín. Sobrecogido, traspasado frente al cuadro que se le presenta a la vista, frente a estos túmulos diminutos, mil veces más grandiosos que los pretenciosos mausoleos de los prohombres que, unos metros más allá, descansan esperando el juicio final. Túmulos que te hablan al corazón, túmulos adornados con exvotos que te desarman: sobres de golosinas, cochecitos de juguete, muñecos de superhéroes que nadie osa tocar. Túmulos inocentes, túmulos sagrados.
Disculpen si me excedo en lo emocional, pero para mí este es uno de los rincones más bellos de Segovia, uno de los más densos. Siempre que me regalo uno de estos mis paseos por el Santo Ángel, lo acabo aquí, junto a los niños. Y oro con sencillez, sin apenas ser consciente de ello, si por orar puede entenderse contemplar, sonreír y sentirse cómplice de todos esos vecinos (hermanos) que me han acompañado en silencio y a los que he pretendido acompañar durante unos minutos. Cómplice enamorado de los pequeños y los mayores, de los ilustres y los ignorados, de los pudientes y de los desahuciados hasta de la tierra que los cubría. Requiem aeternam.
La puerta está sólo unos metros atrás. Cuando salgo al mundo (al de este lado de la reja), lo hago en paz y reconfortado para seguir luchando, para seguir entendiendo esta vida y la del más allá desde el lado militante de la existencia.
