En Villacastín también se cruzan los caminos y el mar no se puede concebir, como decía Joaquín Sabina, pero la enorme presencia de la Iglesia más grande de Segovia, la de San Sebastián, permanece barada en la llanura, desde hace 500 años y sirve de faro a los viajeros. Llega uno por la autovía, ve los montes de Guadarrama cuadrando el horizonte, y entiende enseguida que aquí la vida se ha forjado a martillazos de invierno. El pueblo es granito, aldabas que han conocido manos ásperas y fachadas donde el sol de enero es bendición.
El viajero viene por curiosidad y se queda por las cosas pequeñas: fuentes que aún suenan a rebaños de paso, escudos en las esquinas, portales amplios para carros que ya no pasan. Caminas y notas el olor a pan; detrás, un horno que despacha hogazas densas y pastas que crujen como la escarcha. En los bares sirven sopas castellanas que resucitan y un cordero asado que no admite discusión. Si hay suerte, alguien trae queso de la zona y chorizo que pide vino recio de la meseta.
Fuera del casco, el campo se abre en dehesas cortas, con encinas renuentes y muros de piedra seca. Aún sobreviven las viejas cañadas trashumantes, cicatrices nobles del mapa, y uno puede seguirlas a pie para entender por qué aquí la palabra “paso” tiene rango de institución. En verano, las tardes huelen a heno; en otoño, a humo de poda. Y siempre, al caer la luz, el frío baja en silencio, rápido como un perro enseñado.
Además de la “Catedral de la Sierra”, como llamaba el Marqués de Lozoya a la iglesia de San Sebastián, en Villacastín hay cinco ermitas, algunas discretas, como la de Los Esclavos, y otras luminosas, como la de la Virgen del Carrascal. También te encuentras con rincones de postal, ahora de Instagram, y miradores desde los que el atardecer parece una lección de geografía: sierras, valles, la raya de los caminos, y al fondo camiones que arrastran historias ajenas.
De la fuente de San Juan mana la misma agua que bebieron los romanos que vivieron aquí hace 2.000 años. El turista busca selfies; el viajero busca carácter. Aquí lo hay, sin adornos. Te lo dicen las fachadas, los calendarios de las cocinas, la manera en que el saludo aún se practica sin prisa. Si uno viene con respeto, Villacastín devuelve en humanidad lo que pagas en kilómetros. Y cuando te marches, con la noche ya hecha, llevarás la certidumbre de haber visto una España que todavía sabe lo que es sostenerse derecha, sola y sin estridencias.
