En aquellos tiempos Segovia casi lindaba con el mar. Me paso. Para eso están otras firmas de este periódico que, a poco que se cabreen conmigo, nos recordarán a todos sus más exactos y extendidos límites antes de que Javier de Burgos reordenara el territorio hispano. A estas alturas, entre lo que no sabe uno y lo que olvida, se parece cada vez más a una víctima de la LOGSE o a un triste resultado de la evaluación por competencias.
Segovia llegaba hasta Rascafría, El Paular incluido. Allí, frente a ese monasterio, apareció un arboreto. De lo cual resulta que el arboreto evoca nostalgias segovianas. Muchos eruditos, algunos incluso a la violeta, se complacieron en llamarlo Giner de los Ríos. El placer auténtico fue ver crecer especies vegetales, en gran de número especies arbóreas, de buena parte del planeta. En cada ejemplar una etiqueta con los nombres vulgar y científico para aprender y degustar, para que aficionados torpes y olvidadizos lo aprendiéramos al contemplar. No como el arboreto Luis Ceballos, en la subida a Abantos desde San Lorenzo de El Escorial, también tierras exsegovianas, más para entendidos.
El haya se siente celoso cuando paseo por el arboreto de Rascafría y le hago mimos al roble escarlata, al roble rojo, al roble americano, al arce del azúcar, al arce enredadera.
Ya no.
En estos días de difuntos conmemoro también a los árboles que se fueron. En el arboreto de Rascafría quedan los cadáveres del zumaque reluciente, del alerce, del palosanto de Virginia. Paso y lloro lo correspondiente. Antes solo me cabreaba porque no se reponían los letreros gastados o confusos. Ahora incorporo al llanto anual el que me provoca el deterioro constante de mis queridos árboles, otrora tan lozanos y ahora exhibiendo todo tipo de enfermedades y macas. Un roble de Shumard novato sale al paso para consolarme.

Quiero disculpar esta evolución necrótica pensando que todo se acaba, que los árboles también nacen, se desarrollan y mueren. Más me malicio que los presupuestos no alcanzan para para pagar a los expertos que mantengan el arboreto al día. Sea como sea me apeno.
Cuántas veces me pregunté por qué ese río de caminantes que pasan por encima del Puente del Perdón no echa un vistazo a esta maravilla. A cambio me dejaban pasear por el arboreto en soledad y silencio. Para más inri, en la decadencia del lugar, me encuentro con una fila de párvulos guiada por sonrientes adultos, supuestos maestros, que atesoran hojas y me miran con sus caras sonrientes como si fuéramos del mismo club. El silencio que resucita tras su bullicio reluce más que los colores de este otoño gris.
No, hijos no. Soy de los llorones. Se acabó el restaurante en cuyo patio y jardín fumaba sin reproches. Los monjes agustinos me cierran las ventanas del claustro para proteger las pinturas de Carducho, me cierran el aparcamiento. Todas esas devaluaciones las llevaba yo con tolerancia hacia mis semejantes. Pero esto de que el arboreto se consume en desastre paulatino, me duele de manera irreprimible.
Ayer, cuando entré y me di de bruces con el esqueleto de la secuoya del alba, no con las hojas caídas, toda ramas secas, huérfanas de la más leve señal de vida, se me apucheró la cara y ni el granate intenso del roble escarlata, en su mejor momento del año, me hizo sonreír. No es que la niebla se hubiera apoderado del valle y me hurtara los contraluces que tanto me embriagan, es que no había ni tres árboles lozanos, y no todo era culpa del otoño. De paso los chopos añosos del tramo que separa Rascafría del arboreto, han olvidado su reluciente amarillo de hojas y permanecen secas, arrugadas en sus ramas hasta que las lluvias insistan tanto que se derrumben.
Entonces, vuelto a mi rincón de la Alameda del Parral, nada más pasar la puerta de La Moneda, me encuentro unas pocas ramas de zumaque reluciente. Los ojos se humedecen, ahora de emoción, de añoranza, de recuerdos.
Yoldi querido: Hasta Segovia capital va ganando al arboreto de Rascafría en colores otoñales. ¿Qué árboles, qué Segovia, qué planeta disfrutarán los niños de hoy cuando lleguen a viejos? Quedan también los jardines de La Granja. Ahí la esperanza de que sus nietos puedan ver otra bóveda de arces en la recta del Mar, rebanados de la historia los viejos con tanto celo, si reponen, como los que ya alardean en la calle Valsaín.
