Uno de mis primeros recuerdos como sacerdote está relacionado con el Día de Todos los Santos. Me ordenó D. Antonio Palenzuela un 20 de octubre y acudí a los cuatro pueblos que me asignaron- Corral de Ayllón, Riaguas de S. Bartolomé, Cascajares y Ribota- el día 29 de ese mismo mes, tras haber celebrado una de las primeras misas en la ermita de San Frutos, el día 25, y en mi pueblo, Brihuega, el “cante misa”, el día 27.
Por eso uno de los esos primeros recuerdos que tengo de ejercer el ministerio tiene como motivo la celebración del Día de Todos los Santos. No recuerdo cómo me apañé pero fui a los cuatro pueblos y a los cuatro cementerios, como hacen ahora mismo muchos de mis compañeros. Ser cura de pueblo es lo que tiene, que todo se acumula en unos días muy concretos y se vive con un cierto agobio. Además tanto el cementerio de Corral como el de Cascajares están muy alejados. Por eso tengo grabada en la retina la imagen de un campo santo en medio de unos prados o de unas tierras de labor todavía sin arar. Completando el paisaje, la fe y la piedad de la gente de los pueblos que convertían ese día el campo santo en un templo para la plegaria.
Aunque la liturgia cristiana distingue entre el día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos, la piedad popular los ha unificado. Y no deja de ser razonable la confusión. Hay que tener en cuenta que cuando hablamos de Todos los Santos no nos estamos refiriendo a gente que ha protagonizado grandes gestas por la fe, que ha fundado congregaciones, hecho grandes milagros y su imagen aparece en los altares. Más bien estamos hablando de personas anónimas, de esa muchedumbre de gente que, según el hermoso texto del Apocalipsis, acompaña el séquito del Cordero, símbolo del resucitado. Hombres y mujeres que hicieron de su vida transparencia del amor de Dios, que dejaron en sus contemporáneos gratos recuerdos por sus gestos o por sus palabras: “A su lado no había penas”; “siempre estaba para lo que necesitases”; “dejaba lo suyo para atender lo de los demás”; “si le pedías algo, siempre respondía: ¡qué hacer! Cuando quieras”… Estas expresiones las he oído muchas veces cuando se trataba de recordar a alguien que había dejado huella en el corazón del pueblo. Son “los santos de la puerta de al lado”, en la afortunada expresión del recordado Papa Francisco. Pero es curioso, el recuerdo de la gente buena, siempre va vinculado a la vivencia de la caridad. Lo decía el Papa Francisco: “La caridad es simple: ¡adorar a Dios y servir a los demás!”
De ahí que cuando la gente acude al cementerio a lavar la sepultura, poner unas flores y hacer una plegaria, está poniendo su confianza en que el ser querido por quien reza, esté en el cielo. Esa palabra que define todo lo bueno que uno pueda desear para aquéllos que todavía ama. Una esperanza que trasciende la propia fe. Con frecuencia oímos, a gente que no es creyente, dedicar palabras a personas fallecidas, mientras elevan su mirada a lo alto con la confianza de que su expresión de gratitud o cariño no se pierda en el vacío. Es verdad que les da pudor decir la palabra cielo porque se asocia a un recuerdo infantil y se refugian en la ambigua expresión “donde estés”, que no se sabe muy bien qué quiere decir.
Javier Cercas en “El loco de Dios en el fin del mundo”, libro del que ya hablé en otra ocasión, se pregunta si los cristianos nos creemos eso de la resurrección de la carne y el reencuentro con los seres queridos. Para él es la característica fundamental del cristianismo. Y tiene razón. El interrogante no es nuevo. Ya hacia el año 40, los tesalonicenses le preguntaban a Pablo sobre el tema. Él les respondía: “Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual modo Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto”. (I Tes. 4, 14-15).
Ciertamente, la esperanza en una vida más allá de la presente está arraigada no solo entre los cristianos sino en nuestra propia condición humana como testimonian los restos arqueológicos más primitivos. Y, a pesar de lo que pueda parecer de estos tiempos de increencia, no ha pasado. La popularidad del Día de Todos los Santos es una prueba de ello.
