Ya lo siento, pero a mí me cae muy bien la RAE. Ya saben: la Real Academia Española de la Lengua, ese ente superior, ese oráculo nebuloso al que solemos recurrir para respaldar nuestras particulares interpretaciones frente a los que osan llevarnos la contraria en temas de gramática o vocabulario. Me parece ejemplar su historia y su presencia paciente, influyente, de más de tres siglos a ambos lados del Charco. Su director ha dicho recientemente que la Academia fue el único organismo español que no abandonó América después de la independencia de las nuevas naciones, y lleva razón. Las pocas veces que he visitado su sede madrileña, pisando sus alfombras y contemplando sus columnatas, me he sentido fascinado por el aroma que envuelve sus viejos muebles, sus vitrinas, los percheros rotulados con nombres venerables, y he entendido que la RAE es la casa de todos, como lo es el Museo del Prado, el Thyssen o el Nacional de Escultura de Valladolid. Lugares de señorío, lugares donde perderse sin salir de casa. Además, me parece deliciosa la manera como se sigue conservando el protocolo y la ceremonia de otros tiempos sin que esto signifique desconocer los usos y convenciones actuales. Me gusta y me admiro ante la labor enciclopédica, ciclópea y monumental, que académicos, técnicos y trabajadores acometen a diario entre sus paredes. Labor que luego se proyecta y se recoge tanto en papel como en el entorno digital, al que la Academia ha sabido adaptarse de forma sobresaliente. Y sus frutos están ahí para que los aprovechemos.
Es una pena, pero no todo el mundo conoce su extensa y pulcrísima labor pedagógica y divulgativa en favor de la sociedad. Una labor eficaz y sumamente accesible para el que quiere aprender y dejarse ayudar en esto de juntar letras por afición. Y también para el curioso, el perfeccionista, el profesional y el diletante. Visite sus redes sociales, siempre actualizadas y extraordinariamente propositivas, el que guste de mantenerse al día en esto de hablar medianamente bien. Juegue, el juguetón, a descubrir y emplear a poco que la ocasión lo permita, la «Palabra del día» que, antes que el desayuno, viene servida en el ordenador. Consulte sus múltiples diccionarios (no existe sólo el general, hay otros específicos, felizmente minuciosos) el que necesite profundizar en su campo. Y agreguen todos a favoritos la página de la Fundéu (Fundación del Español Urgente), imprescindible para resolver todo tipo de dudas. Y si estas persistieren, por peregrinas que pudieren parecerles, pregúntese por correo a esta admirable fundación —yo lo he hecho más de una vez— y encontrarán una respuesta en su bandeja de entrada en cuestión de horas; a veces, de minutos. Siempre hay alguien al otro lado. Una ventanilla que funciona, una institución que cumple. Ole tú. Su nombre es un acrónimo, tiene tres letras, y la primera es una «R».
¿Cómo era aquello tan antiguo…? Limpia, fija y da esplendor. Eso es. Un lema con apariencia trasnochada, que al final va a ser cierto y plenamente actual. La Academia de hoy, la de todos, limpia el idioma, y con contundencia, de jergas extrañas, de barbarismos y, últimamente, de amagos de lenguaje inclusivo forzados por quienes no son quienes para forzar la forma de hablar de un pueblo. Y es que alguien tiene que aventar la paja y los solecismos de la era. Fija también, y con buen criterio, lo que los tiempos impetuosos nos van trayendo en forma de nuevos términos que vamos haciendo nuestros por necesidad. Una tarea comprometida que nunca contará con un consenso absoluto, como es natural. Y, por último, da esplendor, recomendando a quien quiera escucharla lo que más conviene a la lengua que fue de Garcilaso, Quevedo, Marías y Galdós. Chapeau.
Pero ahora, cuando todo estaba yendo tan bien, a las puertas de un congreso histórico en Arequipa, la RAE ha cometido un error mayúsculo. Anda que, también la RAE… Mira que podía haberse comportado como manso rebaño y dejarse hacer, sin más escándalos. Pero no, lo que es el orgullo. Un error provocado por creerse imbatibles en lo suyo, sacando los espolones a destiempo. El típico pecado de soberbia, el grandísimo pecado de querer ser independiente ante la injerencia del poder político. ¿A quién se le ocurre? ¿Qué necesidad había? Pero no nos rasguemos las vestiduras: estas maniobras de presión, de aquí te pillo, aquí te mato, (trick or treat) son tan viejas como el mundo y la primera reacción de los afectados suele ser la misma: defenderse ante el abusón de turno pataleando con lo poquito que se tiene. El caso es que ahora estas prácticas programadas desde la sala de mandos del poder con el ánimo de hundir la flota, barquito a barquito, efervescecen con inusitada desinhibición en el campo jurídico, en el periodístico y en todos aquellos susceptibles de colonización ideológica. ¿Cuántos? Tantos como haya. Faltaba la pieza de la RAE. A por ella.
La propia RAE (¿adónde si no acudir?), así define la voz montero en su segunda acepción: “Persona que busca y persigue la caza en el monte, o la ojea hacia el sitio en que la esperan los cazadores». Un agitador del jaral, vaya, un conseguidor necesario para que el señorito pueda cobrar sus piezas con la mayor comodidad, como en Los santos inocentes. De nuevo, nada nuevo.
Acabo. Precisamente ahora que ha comenzado la temporada de caza, qué casualidad, reflexionemos un poco y defendamos lo que funciona y lo que nos une. Lo que nos hace sentirnos orgullosos de lo que somos y nos procura un poquito de felicidad. Defendamos, blindemos lo que todavía es independiente y gocémonos con ello, dejando trabajar a la gente preparada, que se ha ganado el sillón que ocupa. Olvidémonos por una vez de los alineamientos —alienamientos— ideológicos y reconozcamos la labor de quienes saben mucho más que nosotros y para nosotros trabajan. Hagámoslo por sentido común, por responsabilidad y por higiene democrática. Y por respeto y veneración a nuestro idioma, el mayor activo que compartimos seiscientos millones de personas en este mundo tan líquido y manipulable por los poderosos y los ignorantes. ¿Qué seríamos sin él? Sin el español, quicir…
