¿Es posible plantar una morera en el mar? Ciertamente para los hombres es imposible, y precisamente este es uno de los ejemplos elegidos por Jesús a sus discípulos para explicarles qué es la fe.
En una ocasión, Jesús entrega a sus discípulos dos breves enseñanzas que también nos parecen imposibles. La primera, sobre la dureza del juicio a aquellos que escandalizan. Con seguridad, afirma Jesús que habrá escándalos, pero ¡ay del que los provoque haciendo tropezar y alejarse de él a los más pequeños y débiles! La segunda trata sobre la necesidad de perdonar cada vez que alguien, por reincidente que sea, muestra su arrepentimiento. Me viene a la mente un personaje la novela Silencio, de Shusakû Endô, magistralmente adaptada al cine por Martin Scorsese. Kichijirô es el joven japonés que delata y entrega continuamente a los misioneros jesuitas para, posteriormente, arrepentido de corazón, acudir rápidamente de nuevo a ellos a pedirles un perdón sacramental que no pueden negarle, ante sus copiosas lágrimas de arrepentimiento por su debilidad. Desde esta tensión entendemos mejor la petición de los discípulos. ¡Esto es imposible!
Muchas veces pensamos que la fe es un sentimiento. Si tengo mucho sentimiento, tengo mucha fe; si, por el contrario, tengo poco sentimiento, entonces es que tengo poca fe. Pero aquí el evangelio nos muestra que la fe no se mide por el sentimiento o por el convencimiento mayor o menor de unos contenidos revelados. La fe se mide por la caridad. ¿Quieres medir tu fe? Pregúntate: ¿Hasta dónde estás dispuesto a perdonar? Siendo honrados, también a nosotros nos surge la misma exclamación que a los discípulos: ¡Auméntanos la fe!
Y para responder a esta petición Jesús se sirve de dos extrañas imágenes: una morera que se arranca a sí misma de tierra y se planta en el mar y un siervo que tras un día trabajando afanosamente en el campo, debe aún servir a su señor sin recibir el más mínimo agradecimiento.
La imagen de la morera nos recuerda otro pasaje del evangelio. Aquel en el que Pedro anda sobre las aguas hacia Jesús y, al desviar la mirada hacia el mar, comienza a hundirse. Finalmente será salvado por el propio Jesús, que le llama la atención por su falta de fe. La fe requiere un desarraigo de nuestras seguridades, para poner en Jesús toda nuestra confianza. Una mínima fe, un pequeño paso de verdadera confianza en el Señor nos llevan a caminar sobre las aguas de dificultades y miedos que muchas veces nos paralizan.
La imagen del siervo nos previene de un pensamiento que es contrario a la fe. Creemos, aunque sea de forma inconsciente, que es Dios quien debería estar agradecido a nosotros por seguirle y entregarle sólo parte de nuestro tiempo. Podemos pensar: «con todo lo que yo tengo que hacer, y encima tengo que ir a misa el domingo, o rezar una oración o hacer una obra de caridad». Y, cuando lo hacemos, nos quedamos muy satisfechos por haber dado nosotros algo a Dios.
En la parábola, el Señor nos explica que es justo, al contrario. Es Dios quien, sin necesitar nada de nosotros, se ha hecho carne y ha venido a nuestra vida para darnos Su Vida. La fe es la respuesta a un amor tan grande, que nada puede llegar a compensarlo. Servir al Señor es nuestra alegría, pues significa estar con él y reconocer la inmensa gratitud que brota de nuestro corazón. La fe nace del asombro y de la gratitud del verdadero encuentro con Cristo.
Así, desarraigándonos de nuestras seguridades y caminando con Jesús; desde el agradecimiento por haber recibido nosotros el perdón y la reconciliación de parte de Dios, descubrimos que es posible lo imposible: perdonar sencillamente siempre.
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(*) Obispo de Segovia
