Puede afirmarse que, salvo en escasas y honrosas excepciones, el Gran Sol ha dejado de formar parte de la experiencia sagrada del ser humano. No me refiero en exclusiva al astro físico suspendido allá arriba en el cielo, que es la causa del efecto de la existencia de la tierra y de la vida en ella sino, esencialmente, a la deidad ante la cual nuestros antepasados se postraban agradeciéndole la posibilidad de existir materialmente en un cuerpo y percibir, experimentar, razonar y sentir a través de una mente. El dios Sol ha regido desde siempre el amanecer y el ocaso, la luz y la oscuridad, el recogimiento y la acción, el frío y el calor, las estaciones y los ritmos de siembra y cosecha, el cuidado y desbroce de los montes. Es la figura principal y más cercana de la inmensidad del desconocido cielo estrellado, el maestro que nos guía por la senda del conocimiento del orden cósmico, al que se afina nuestro propio orden como individuos. Resulta muy sencillo percibir que el Gran Sol es la luz que ilumina y permite al ojo contemplar el sagrado proceso del auto conocimiento.
Todas las sabias culturas que nos han legado el saber verdadero han adorado al Sol. Ra, Utu, Saulé, Chia, Inti, Huitzilopochli, Helios, Apolo, Ekhi, Magec, Surya, son sólo alguno de sus nombres.
Dragó, en uno de sus “Encuentros Eleusinos” celebrados en la Casa de la Espiritualidad, aquí, en nuestra ciudad, cuyos políticos están derivando su cultura hacia un entretenimiento estúpido, ignorante, vulgar e ideologizado, confirmó un sentimiento muy asentado en mi interior desde que recuerdo: “Casi ninguna visión posterior a los presocráticos me fascina realmente”. En esencia, porque aquello que la mente puede percibir, resulta una nimiedad si se compara con lo que la razón está incapacitada para comprender. Lo cierto es que el verdadero conocimiento se encuentra escondido como gema preciosa en el interior de la cueva oculta más allá del pensamiento. Y es que, en tiempos de Pitágoras, al amor a la sabiduría (a la filosofía) se llegaba a través del paso por la puerta de la iniciación. Eleusis, lugar cercano a Atenas, acogía anualmente, durante nueve días, estos rituales iniciáticos relacionados con el culto a Deméter y Perséfone.
Todo ritual de paso al verdadero conocimiento supone una simbólica muerte en vida y el renacimiento a un novedoso estado de consciencia.
Lo cierto es que Surya, la deidad Solar en el Hinduismo (que no es una mera religión como aquí se entiende, sino una cosmovisión del mundo y de la vida, con millones de matices) es el símbolo de la Conciencia que todo lo sostiene. Desde los Vedas, pasando por las grandes epopeyas, los textos yóguicos, hasta llegar a los más modernos tratados hindúes, entretejen entre las diosas de sus letras, al Gran Sol, que derrama sobre todo lo que existe la gracia de la vida, sin discriminación, sin distinción de destinatario, sin dosificación, en un acto de entrega, desprendimiento y generosidad que trasciende lo racional. Pero, al igual que en la antigua Grecia y, a diferencia de cuanto ocurre en la sociedad actual, en el hinduismo no se considera que el conocimiento se adquiere exclusivamente por el estudio, memorización y comprensión de los textos, sino por su calado y adquisición de la experiencia que aquéllos describen en nuestro interior.
Toda esta sacralidad se ha ido quemando por el fuego de la hoguera encendida por los asuras. Sí, sí, me refiero a esos demonios que, desde el origen de la historia del hombre, vienen conviviendo con nosotros (con la “buena gente”); porque, la dualidad, si bien inexistente, es consustancial a todo lo manifestado. La misión de estos desalmados consiste en destruir lo materializado utilizando sus cenizas como moneda para su enriquecimiento mundano. De este modo, si el espacio infinito se va densificando en aire, fuego, agua y tierra (materia), ellos utilizan la demolición sucesiva de dichos elementos para lograr su propio y exclusivo beneficio. Así, juegan con la tierra, el cuerpo humano, para, a través de la enfermedad provocada, generar sus ganancias en mascarillas y comisiones medicamentosas. Se aprovechan de la erupción volcánica para embolsarse subsidios europeos que llenan sus bolsillos mientras los damnificados siguen viviendo en contenedores oxidados. Manejan el agua y las riadas inducidas por su ideología e inoperancia, para más tarde proceder a la expropiación de tierras anegadas sin expediente administrativo ni indemnizatorio. Provocan el fuego a través de pirómanos en lugares preseleccionados, retrasando su extinción a causa de su ineficacia, para generar pingües negocios asentados sobre la falsa ideología agendada y la construcción de nuevas e inútiles fuentes energéticas.
Controlan el aire fumigándolo o rescatando a compañías aéreas a cambio de nuestro dinero. Y así sucesivamente, en un interminable maquinar de estrangulamiento a quienes les pagamos más de la mitad de nuestras ganancias para que, supuestamente, nos salven cuando la desgracia sucede.
Su maquinación está llegando a grados inconcebibles: un millón de euros para realizar encuestas y ver el estado mental de los damnificados por la Dana, que se entregarán al coleguilla que gestionó la pandemia. Otro tanto para realizar una agenda sobre el cambio climático y “¿evitar así futuros incendios?” Lo dicen con una cara digna de ser analizada mediante el protocolo del que dispone la Guardia Civil para realizar su informe de síntomas externos en los controles de conducción bajo los efectos de estupefacientes.
Estos asuras se dedican incluso a la destrucción, manipulación y transformación de enseñanzas sagradas que conducen a la Verdad, como el Yoga y la Meditación, tratándolas de convertir en meras disciplinas de entretenimiento al servicio de su propio interés.
Y es que el Sol, el Gran Sol, enciende la luz del discernimiento de la no diferencia entre su deidad y nuestra propia divinidad. Es cierto, la vida en esta tierra supone siempre una tensión, una lucha, tanto externa (frente a las circunstancias del mundo) como interna (frente a las tendencias de nuestra mente). El caso es que estos demonios lo tienen todo colocado para que nuestros pensamientos divaguen por terrenos inapropiados, se distraigan en placeres insustanciales, anhelen satisfacciones materiales, crean en estupideces insostenibles o se asienten en ideologías irreales. Pero, por más que lo intenten, jamás podrán robarnos nuestra divinidad, consustancial a nosotros mismos. Sólo pueden intentar que nos olvidemos de ella mediante la desacralización de la vida y entretenernos a través de un planeado proceso de olvido de quién somos realmente.
Que el Sol, el Gran Sol, ilumine siempre nuestro discernimiento.
