Se acaba el verano y se agradece. Toda rutina deviene al final en hastío y el verano y las vacaciones acaban convirtiéndose en una rutina a veces enloquecida. A los pueblos me refiero: rutina de horas muertas o de excesos; rutina de compromisos con las peñas, los quintos, la familia; rutina de fiestas y de actividades singulares; rutina de poco dormir o de dormir de más, según quién… Volver a las obligaciones de cada cual es un cambio que rompe la imposición de descanso y diversión que nos infligimos a nosotros mismos. Y eso está muy bien. Y ya toca.
Se viene septiembre y es tiempo para que las cigüeñas y sus pollos vuelvan a sus nidos originales, para que cada mochuelo olvide sus correrías y regrese a su olivo. Es el momento de retomar hábitos, de reajustar el reloj circadiano y también de iniciar nuevos proyectos personales. O de intentarlo, al menos, anidemos en lo urbano o lo rural. Pequeños proyectos íntimos que nunca hemos acometido o que hemos dejado a medias en más de una ocasión. Escribir algo nuevo el que escribe; aventurarse en un nuevo autor o un nuevo género el que lee; atreverse a ser artista, juglar, místico; jugar a ser de nuevo estudiante… Nada espectacular ni rompedor, pero que busca seguir alimentando al pequeño yo inquieto que nos habita, añadiendo capas de experiencia a ese niño al que no se le han quitado las ganas de probarse y de aprender. No siempre saldrá bien la cosa, pero al menos le habremos puesto intención.
Por fin llega septiembre, eso es, un mes privilegiado para disfrutar de los pueblos, ya descargados del grueso de veraneantes, pero aún con una población mayor que la que exhibe el censo invernal. Aún quedan hijos del pueblo que se resisten a abandonar su segunda residencia —la que más satisfacción les procura— y apuran las horas de luz y un tiempo generalmente bonancible, aunque sólo sea los fines de semana. Septiembre es un mes ideal para pasear por el campo y dejarse llevar, ya sin la presión de tanta gente y tanta fiesta. De aspirar el petricor de la tierra si la noche anterior nos ha bendecido con una lluvia fina.
De ver reverdecer los prados y maravillarse con los pequeños milagros que nos regala un otoño incipiente. De coger moras… En septiembre, se puede hablar reposadamente con los vecinos, se pueden compartir las confidencias de siempre detrás de un café sin necesidad de hacerse sitio con los codos en la barra para pedirlo y apurarlo de cualquier manera. En septiembre ya hay mesas libres en los bares. Y menos ruido. Y más tiempo para todo.

Después, pasada la Fuencisla, irán cayendo los demás meses y todo se irá asentando según su naturaleza. Los olivos de la ciudad estarán cada vez más poblados y las plazas de la provincia más silenciosas. Los pueblos irán recuperando su latido habitual y más verdadero: ¡esos tempranos anocheceres de noviembre, esas mañanas brumosas de febrero…! Y estaremos de vuelta en esa Segovia vacía que sobrevive gracias a sus habitantes, no a los veraneantes, por mucho que estos puedan aportar en el momento que les corresponde. Muchos de los primeros se recluirán, por necesidad o por gusto, en ese otro vacío, el interior, que llega con el frío y que se llena con la lectura, la partida de cartas o dejando pasar el tiempo apostado tras la ventana de la salita. Cada cual según su talante, su capacidad, su soledad.
Pero también el invierno llega para los mochuelos de la ciudad, muchos de los cuales irán alimentando el cariño por su pueblo —por origen, por apego o por descubrimiento— a base de recuerdos y de una distancia que pesa. Pienso sobre todo en los niños. Niños y adolescentes de ciudad que contarán a sus compañeros huérfanos de pueblo las aventuras corridas el último verano. Niños que, de muchas maneras, irán fortaleciendo un vínculo emocional del que, más de uno, no logrará desasirse. El pueblo, el sentimiento de ser de pueblo, se forja en la infancia, de eso no tengo duda. El lugar donde uno ha sido y donde es más feliz, la referencia a la que siempre poder retornar en la juventud, la madurez o la jubilación. Y ese lugar tiene un nombre y unas coordenadas en el mapa.
Hablamos de olivos. ¿Cuál es el nuestro? Acaso no sea el piso o la casa que habitamos, ni el entramado de deudas y activos que acumulamos, ni la red de relaciones familiares y laborales que nos envuelve. Eso es lo que nos puede parecer. Acaso nuestro olivo sea tan sólo —aves de paso somos—, una rama endeble de un árbol que nos supera desde la cual vemos pasar el otoño, el invierno y la vida. Y turbados, inseguros, no sabemos si resguardarnos de la intemperie bajo su follaje o lanzarnos al mundo con descaro, sin miedo a perder las plumas en el intento. Yo no sé qué es mejor. De momento, permanezco en mi rama indeciso, expectante. Pero escribo, que quizá sea el mejor modo de hacer las dos cosas a la vez: guarecerse y volar.
