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Escrito en piedra

Primer premio de la X edición Escribir sobre el Paisaje

por El Adelantado de Segovia y Francisco Javier Bizarro Benítez - José Bizarro Benítez
24 de agosto de 2025
en Tribuna
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Yo no tengo sombra porque nací antes del sol de Castilla. Me alzaron con la espalda de los hombres, con su hambre y con la sangre mal pagada de quienes no verían terminar la obra. Cada bloque que me forma fue arrancado de la montaña como un diente, lavado en polvo y encajado a golpes sobre la tierra.

 

Cuando llegué a Segovia, la ciudad era solo un hueso en la ladera. Las casas no se alzaban, el agua no obedecía, los nombres aún no pesaban. Solo había cielo, viento y campo. Un horizonte que respiraba con lentitud. El invierno bajaba desde la sierra sin avisar, y la escarcha mordía las juntas como el silencio muerde la lengua del que espera.

 

Yo aprendí el paisaje antes que el lenguaje. Desde mis primeros cimientos oí crecer las raíces de los chopos y el susurro de las cigarras. El aire que pasaba se depositaba en las grietas, se convertía en musgo, en polvo, en tiempo. Todo lo que no se decía, yo lo he guardado.

 

Primero fueron las marcas en la tierra: surcos trazados con yesca y ceniza, líneas tensadas entre postes como si dibujaran un rezo sobre el campo. Luego llegaron los carros, chirriando bajo el peso de los bloques, con los ejes enrojecidos por la fricción. Las piedras venían cortadas a ojo, aún calientes, rugosas y llenas de monte. Hubo que domarlas, pulirlas, enfrentarlas, hacerlas encajar sin palabra.

 

Las sogas se desgarraban como tendones. El polvo entraba en los pulmones como un castigo seco. Las manos se partían contra la piedra. Las órdenes se daban a gritos, pero el trabajo se hacía en silencio. El que hablaba, moría más pronto. Así me alzaron palmo a palmo, sin ceremonia.

 

Cada pilar subía como un dedo hacia el cielo. Cada arco era un esfuerzo cerrado sobre sí mismo, un equilibrio improbable sostenido por la fe de los que no creían en nada. El canal superior se iba trazando como una herida larga y precisa, esperando el agua como quien espera una redención.

 

Desde lo alto se veía todo: los sembrados extendiéndose como un mapa de cicatrices, los caminos curvándose como serpientes bajo el sol, el río insinuándose entre álamos, aún sin saber que un día pasaría por mí.

 

Yo era paisaje y lo estaba aprendiendo desde dentro. Fui columna entre los chopos, sombra para las bestias, cruz para los truenos. Y aún no sabía que sería la memoria de mil siglos.

 

Los carros venían del norte y del este, de más allá de los templos olvidados. Traían bloques, sogas, herramientas… y niños. Uno de ellos se llamaba Gaius, aunque nadie lo llamaba. Tenía doce años y la mirada gastada. Hijo de un astur muerto el invierno anterior, enterrado en cal viva y en olvido.

 

Gaius trabajaba en silencio. Dormía sobre grava, bebía cuando llovía. No hablaba. Solo me miraba.

 

Las noches eran suyas. Cuando el resto dormía o se quejaba, él se acercaba a las piedras sin colocar. Las tocaba y les susurraba algo que ni el viento entendía. Una madrugada, sacó un clavo oxidado y escribió en una de ellas. No su nombre, algo que no debía.

 

Era una frase pequeña, breve, imposible. No sé si fue suya o de algún dios antiguo, pero nadie debía escribir eso. No él, ni por niño, ni por esclavo.

 

Lo descubrieron al amanecer, cuando la bruma aún no se había retirado del todo y los hombres, flacos de sueño, empezaban a moverse entre los carros con el miedo adherido a las plantas de los pies.

 

Un capataz lo vio agachado frente a la piedra, con el clavo todavía entre los dedos, y no necesitó leer lo que allí había escrito para entender que el niño había cometido el peor de los pecados: dejar constancia. No hizo falta descifrar la frase, demasiado pequeña, demasiado atrevida, ni comprender si se trataba de un rezo, de un juramento, o de una súplica lanzada al polvo. La piedra no era lugar para la esperanza.

 

Al mediodía los reunieron a todos, bajo un sol tan blanco y duro como un diente molido, y los hicieron formar en círculo, como quien convoca al ganado antes del degüello. Nadie preguntó ni se movió. Solo el viento se atrevía a pasar entre los cuerpos con su rumor antiguo. Gaius fue traído como se traen los animales mansos, con las muñecas atadas y el rostro sucio. Caminaba como si ya supiera que el mundo no iba a perdonarle haber dejado una huella, como si el castigo fuera menos terrible que el silencio.

 

No hubo palabras. Nadie gritó. Solo una piedra alzada con desgana, un golpe seco, sin rabia, juicio o duelo. Cayó con la lentitud de lo que pesa más de lo que aparenta. El polvo se alzó brevemente, pero no alcanzó a cubrirlo del todo. Lo dejaron allí, envuelto en un trapo roto, sin más señal que el desinterés. Sin cruz, canto ni ceremonia.

 

Pero yo lo recuerdo.  Durante siglos nadie lo leyó. El musgo trepó sobre esas letras con la paciencia vegetal de quien sabe que todo lo que nace alto será olvidado bajo. La lluvia las desgastó una a una, como si intentara borrar el atrevimiento con agua bautismal. Pero la frase quedó, no en la piedra, sino en mí. Solo yo la sé y la guardo. Está allí, en lo más alto, donde empezaba el agua y donde el amanecer huele a cobre viejo, donde la escarcha se demora como una visita no deseada.

 

He visto imperios arrastrarse bajo mis arcos, reyes con la frente agrietada, soldados sin dios, mendigos sin lengua, niños con la piel abierta. Los he oído cantar, blasfemar, suplicar. Y yo he callado. He sentido el hierro oxidarse en los muslos de los esclavos, la lluvia pudrir el mortero, la nieve buscar refugio en mis grietas como si fuera carne. Todo lo he guardado y la inscripción me tiembla en la piel.

 

Y si alguna vez te acercas, si alzas la vista hacia el tramo más alto, justo donde la piedra empieza a tornarse aire, si te dejas cegar un instante por el sol de Castilla y permites que tu sombra desaparezca bajo la mía, quizá, solo quizá, logres ver lo que nadie más ha visto.

 

No busques letras perfectas ni mármol cincelado. Busca una herida en la piedra, unas leves torceduras, marcas de grieta con forma de voz. Allí está. La inscripción del ayer que aún vive, aunque no se lea. No la mires con los ojos. Escúchala con el pecho para entender, quizá, el sentido de la vida.

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