Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío. No es sólo la letra de una canción desgarrada. Pueden ser también impulsos del alma que afloran por la pérdida de un amigo, como acabo de conocer por mi compañero Chicho. El fallecimiento de Jesús García Matamala, “Matamala” como le conocíamos quienes le queríamos, viene a dejar realmente un vacío importante en una población más bien vulnerable a la insolidaridad y al ostracismo no voluntario. Más aún cuando ese espacio se vacía no por intención propia sino por la adversidad del destino. Matamala no se quería ir. Al menos tan pronto. A Matamala se lo han llevado. Cuando no era su intención, de momento, dejar ese espacio vacío, que ocupó con entusiasmo. Matamala era feliz en el ocaso de su jubilación. Era feliz con su familia. Y sus diarios paseos por Ezequiel González (siempre entretenidos para una charleta o un comentario) para comprar el pan y El Adelantado de Segovia, que seguía queriendo como un hijo.
Conocí a Matamala –ahora me viene más vivo el recuerdo- en los talleres del Adelantado- cuando apenas me estaban saliendo los dientes en la pitanza del periodismo. Me seducía verle sentado al pie de su linotipia fundiendo las barras de plomo en caracteres que luego Carreras se encargaría de componer las ramas que armarían el periódico que los chavales esperaban ansiosos a la puerta de San Agustín para empezar su distribución (antes que perder el correo). Y no fueron pocas las cosas del oficio que con Matamala aprendí. Desde redactarle una crónica directamente al plomo o ajustar el par de líneas que podían faltar o sobrar para le medida que imponía Carreras con sus bramantes colgados al cuello para el ajuste. O cuando le veía inmerso entre las tripas de aquel mastodonte de rotoplana resolviendo cualquier problema técnico que le había encomendado su director –y el mío- don Luis Cano para que la rotativa funcionara al día siguiente y volviera a sonar su grito, que era de lo más sugestivo en aquella impresión hoy devorada por el progreso. Esa era la encomienda del director y ese el reto de Matamala para que el periódico pudiera volver a salir al día siguiente. En Matamala era el único en quien confiaba D. Luis. Y en Matamala se destacaba el orgullo y satisfacción por hacerse acreedor de semejante confianza. Mucho más tarde, superados los vaivenes de cada época, vendrían días de jubilación, que no empañaron -bien sabe Dios- el cliché de una obra bien hecha durante toda una vida. Ahora puedes descansar aún más en paz, Matamala.
