En el corazón elevado de la meseta segoviana, Villacastín guarda, en sus obras más notables, la memoria de un pasado poderoso y el susurro continuo de la tradición. Tres joyas arquitectónicas dan forma a ese patrimonio: la imponente Iglesia de San Sebastián, la ermita de Nuestra Señora del Carrascal y el monasterio de Santa Clara. Juntas, son un viaje que trasciende el tiempo y conecta fe, historia y cultura.
La iglesia de San Sebastián Mártir, apodada la “Catedral de la Sierra” por el Marqués de Lozoya, se alza como testimonio del esplendor que Villacastín alcanzó gracias a los ingresos del comercio de lana. La construcción, que arrancó en 1529, fue proyectada por el prestigioso Rodrigo Gil de Hontañón, arquitecto también de la Catedral de Segovia, y combina un severo estilo herreriano con trazas del gótico tardío. De exterior austero y cuerpo macizo, con muro construido en sillería granítica, la iglesia sorprende por su interior elevado y sofisticado: tres naves de igualdad en altura, bóvedas de crucería estrellada, órgano barroco, coro alto y un retablo mayor renacentista de 20 metros realizado en 1589, obra del jesuita Andrés Ruíz, con esculturas de Pedro Rodríguez, Juan Vela, Mateo Martínez y lienzos que llenan de luz dorada el templo.
La ermita de Nuestra Señora del Carrascal se eleva sobre una ladera coronada por un roquedal. Fue construida entre 1671 y 1673 y ofrece un paseo flanqueado por árboles y una panorámica excepcional del valle al norte del pueblo. El techo de la capilla de los cinco misterios fue pintado por Francisco Martínez, y en mayo, junto a la Ascensión, el pueblo vive la romería de su patrona, con cofrades, músicas, banderas y ofrendas, una tradición tan antigua como sentida.
El Convento de Santa Clara fue fundado en 1621 por los Condes de Molina de Herrera, Pedro Mexía de Tovar y Juan Pedraza, y ocupado por las clarisas en 1632, el convento ha sabido adaptarse sin olvidar su clausura. En su arquitectura —patio central, claustro, celdas, huerto y cementerio— resuena vida diaria del pasado, mientras que las reformas recientes han mejorado su funcionalidad sin despojarlo de espiritualidad: se ha eliminado el balcón del patronato, abierto un ventanal junto al presbiterio y adaptado estancias como la enfermería o el locutorio para necesidades actuales.
En el templo, destaca el retablo renacentista con lienzo central de Santa Clara y San Francisco, altares laterales de la Virgen de las Flores y San Antonio (donados en 1777) y una bóveda decorada con iconografía franciscana en las pechinas.
Bajo el altar mayor, en cripta, descansan los fundadores Mexía de Tovar, un vínculo sagrado entre quienes hicieron el templo y quienes lo custodian.
El convento de Santa Clara no solo conserva silencio y piedra, también palma con pan y descanso espiritual. Las monjas clarisas gestionan una hospedería sencilla y acogedora para hasta ocho personas, con desayuno incluido, a unos 20 euros por noche.
Los huéspedes hablan de desayunos con madalenas hechas por ellas mismas, en un entorno que permite el recogimiento y el descanso contemplativo. La repostería es parte del trabajo de clausura. Con la frase “Ora et labora” como lema, elaboran pastas, helados y dulces que se ofrecen en el propio convento, sosteniendo su sostenimiento y dejando una dulzura tangible de su oración.
