En Villacastín, los toros no son un apéndice del programa festivo, son el corazón que late entre charangas, verbenas y encierros. Y, lo más sorprendente para el visitante, todo es gratuito. Sí, aquí los espectáculos taurinos se viven desde el tendido sin pagar entrada, porque el pueblo entiende que esta tradición es un patrimonio común, tan propio como la iglesia de San Sebastián o la romería del Carrascal.
Durante las fiestas, la plaza de toros se llena varias veces al día, encierros diurnos, sueltas de reses, becerradas de peñas y la novillada sin picadores que pone colofón al ciclo. En todas ellas, el cuidado al animal es evidente. El ganado se transporta en condiciones óptimas, se revisa su estado antes de entrar en el ruedo y cada suelta está supervisada por profesionales y veterinarios. Aquí se respeta al toro como lo que es: el centro de la fiesta, un animal criado para imponerse con su presencia y su bravura.
Este respeto no es solo un gesto étic, es también una estrategia de futuro. Gracias a la actividad taurina, en la comarca se mantiene viva la cría de ganado bravo. Ganaderías locales y de provincias cercanas encuentran en estos festejos un escaparate y una razón para seguir cuidando de una especie única, adaptada durante siglos a la dehesa ibérica. Sin esta demanda, el toro bravo tendría un futuro incierto, y con él se perdería no solo un animal, sino un ecosistema entero que incluye encinas, pastos y fauna asociada.

La economía local también recibe un empuje decisivo. Cada festejo mueve proveedores, hostelería, transporte y servicios. Se compran reses a ganaderos de confianza, lo que garantiza que el dinero invertido regrese al propio tejido rural. Los visitantes que acuden por la emoción de un encierro o la estética de una novillada se quedan a comer, a dormir y a participar en la fiesta, dejando ingresos en bares, restaurantes, alojamientos y comercios.
Pero más allá de cifras y balances, lo que más se percibe desde el callejón es la continuidad de una cultura. Las becerradas de quintos y peñas no son solo una oportunidad para que los más jóvenes se midan en el ruedo, sino una escuela viva de respeto y valor. Allí se aprenden los gestos, los silencios y los códigos de la plaza, los mismos que hace décadas vieron sus abuelos. Un pase bien dado, un quite oportuno o un aplauso a un animal que se entrega hasta el final son lecciones que no caben en un manual, pero que se transmiten de generación en generación.
En Villacastín, el toro no es un simple espectáculo: es vínculo entre generaciones, motor económico y garante de un patrimonio genético y cultural que ha sobrevivido gracias a esta relación entre hombre, animal y tierra. Mientras la plaza siga llenándose, mientras los encierros recorran sus calles y las reses pisen su albero, la tradición seguirá viva, mirando al futuro sin olvidar nunca de dónde viene.
