La subida al puerto no exige heroísmo, pero sí voluntad. A dos mil metros de altitud, sobre el filo natural que separa Segovia de Madrid, el Puerto de Malangosto volvió a convertirse el primer domingo de agosto en una liturgia de polvo, brezo, sudor, dulzaina y memoria compartida. Alrededor de dos centenares de 200 personas —más o menos las mismas que en los últimos años— se dieron cita en la que presume de ser la romería más alta de Europa, resonando los ecos del Libro del Buen Amor.
No fue una edición especialmente numerosa. Las lógicas restricciones impuestas, con prohibiciones expresas al uso del fuego y al estacionamiento libre de vehículos, continúan afectando a la afluencia. Pero, pese a todo, hubo momentos de belleza rotunda.
La jornada comenzó, como manda el rito, en el chozo-ermita de La Chata, un refugio de piedra que sirve como punto de encuentro para los que ascienden desde la vertiente segoviana. Allí se congregaron caminantes, jinetes, ciclistas y conductores, con una cerveza fría en la mano y el sol ya dejando ver que no sería un día cualquiera, con el mercurio del termómetro elevándose por encima de los treinta grados.
Panis Angélicus en la cumbre
Desde el chozo, como cada año, arrancó la subida en procesión hacia la cruz de hierro que corona el puerto. A hombros y sobre unas andas modestas, adornadas con brezo recogido allí mismo, se elevó también el Cristo de madera, una talla sencilla pero profundamente simbólica obra de Salomón, vecino de Torrecaballeros. El lento ascenso, con dulzaina y tamboril, dibujó en la ladera una serpiente humana de música, pero también de silencio.
Arriba, el viento soplaba más limpio. La Eucaristía, celebrada bajo un cielo apenas sin nubes, tuvo este año una nota inédita: por primera vez, durante la comunión se interpretó el Panis Angelicus y, después, el Ave María, a cargo de la soprano Alessandra Tarniceru, acompañada por un violinista. La emoción caló hondo en los asistentes, en un altar con vistas a los valles de Lozoya y del Pirón.
Javier Garrido y Yolanda Aguirre fueron nombrados Arcipreste y Chata y representaron
el Encuentro
Uno de los momentos centrales fue, como es habitual, la entrega de las distinciones simbólicas. Este año, el título de Arcipreste recayó en Javier Garrido, mientras que la figura de la Chata fue encarnada por Yolanda Aguirre. Son los personajes que cada año reviven el célebre encuentro entre el Arcipreste de Hita y una serrana que, en el texto medieval, intenta cobrarle el paso por el puerto. Como es costumbre, también se reconoció al romero más veterano, Ángel de Andrés, de Torrecaballeros, con 88 años casi cumplidos, y al más joven, Alejandro Gala Requero, un bebé de apenas tres meses.
Una representación más moderna
La escenificación del encuentro entre la Chata y el Arcipreste —punto teatral de la jornada— dio este año un paso más allá de la tradición. “Le han dado un tono más moderno”, relataba una de las asistentes. “Ella era más tradicional, él hablaba de nuevas tecnologías, como si fuera un diálogo entre el pasado y el presente, sin perder el humor ni el respeto al texto original”.
La escena, algo más improvisada que ensayada, conservó la chispa de aquello que nace más de la tradición que de lo pensado mil y una veces. Y así fue toda la jornada, marcada por lo festivo, por ese aire de reencuentro entre quienes solo se ven una vez al año, en lo alto del monte, donde se dan cita los pueblos de Sotosalbos, Santo Domingo de Pirón, Torrecaballeros, Brieva, Valsaín o Rascafría. Alcaldes como los de Torrecaballeros, Brieva o Santo Domingo de Pirón estuvieron presentes como romeros más.
El romero más veterano, Ángel de Andrés, tiene 88 años; el más joven, Alejandro Gala, solo tres meses
Al final de la misa que ofició Chema López, no hubo comida campestre organizada —como antes se estilaba, con paella o cordero al fuego—, pero sí risas, brindis modestos, conversación, alguna jota espontánea y el intercambio de promesas: “El año que viene, si se puede, volvemos”.
La romería de Malangosto, más que una fiesta, es un acto de resistencia cultural. Nació en 1969 por impulso del escritor y editor Jaime Alpens Gasparini, con la intención de conmemorar el paso del Arcipreste de Hita por este collado que une ambas mesetas. Desde entonces, y salvo los años de la pandemia, se ha celebrado sin interrupción. Su principal combustible ha sido siempre el compromiso de los vecinos, la música de la dulzaina y el deseo de seguir subiendo, aunque los permisos se endurezcan y las generaciones nuevas no siempre lleguen al relevo. Pero, en lo más alto del puerto, año tras año la cruz de hierro seguirá esperando a sus ilustres visitantes el primer domingo de agosto.
