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Currículum mentiroso: el arte ruin de fingir ser

por Javier Gómez Darmendrail
2 de agosto de 2025
en Tribuna
JAVIER GOMEZ DARMENDRAIL
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En tiempos donde la apariencia vale más que la sustancia, el currículum vitae se ha convertido en algo más que una simple hoja de vida: es, para muchos, una declaración de intenciones, una carta de presentación teatral, un acto de representación. Y como en todo teatro, hay quienes prefieren el disfraz al rostro, el decorado a la verdad. Así, falsear el currículum se ha vuelto una práctica más común de lo que nos atrevemos a admitir.

Pero ¿qué implica realmente falsear un currículum? No se trata solo de inflar méritos, añadir títulos inexistentes o exagerar competencias. Es, en el fondo, una forma de impostura. Es pretender ser lo que no se es para alcanzar lo que no se ha ganado. Es una mentira meticulosamente colocada en el altar de la meritocracia, esperando que nadie mire demasiado de cerca.

La primera gravedad de esta práctica está en el acceso ilegítimo. Quien obtiene un puesto de responsabilidad —en la empresa, en la administración, o incluso en la política— mediante un currículum falseado, está ocupando un espacio que no le corresponde. Ha desplazado a quien sí merecía estar ahí, ha engañado al evaluador y ha sentado las bases de una relación profesional sustentada en la falsedad.

Y si ese puesto conlleva decisiones importantes, gestión de recursos, trato con ciudadanos o subordinados, el daño se multiplica. Porque no solo se ha mentido para entrar, sino que se puede terminar perjudicando a otros por no tener la preparación que se fingía.

Ahora bien, sería ingenuo creer que el mentiroso es un fenómeno aislado. En muchos casos, la mentira en el currículum es reflejo de una enfermedad social más profunda: la obsesión por los títulos, la adoración del diploma, el fetichismo del máster. Se valora el papel, no la experiencia. Se premia el cargo, no la competencia. Se exige lo accesorio, no lo esencial.

En este contexto, la mentira florece como respuesta a un sistema que premia más la forma que el fondo. “Si no tengo ese título, no me llamarán; si no exagero mi experiencia, no me considerarán”. Es el razonamiento perverso del impostor funcional. Y así, se instala una cultura donde la honestidad parece una desventaja y la picaresca se convierte en estrategia de supervivencia.

En el ámbito político, escenario ideal del engaño, la mentira curricular adquiere un matiz aún más inquietante. Quien falsea su currículum y accede al poder, lo hace no solo traicionando la confianza de sus votantes, sino demostrando —antes incluso de gobernar— una disposición al engaño, al atajo, a la simulación. Pero falsificar un título, como hemos visto recientemente, es ya el colmo de la desvergüenza, del descaro y de la desfachatez.

No es casual que muchos escándalos recientes hayan estallado por este motivo. Políticos sorprendidos con títulos inexistentes, másteres fantasmas, idiomas que no hablan, cargos que nunca ocuparon. Y cuando se les confronta, no hay vergüenza, sino relato. Se minimiza, se tergiversa, se acusa al mensajero. El problema no es la mentira, sino que se sepa. Y así, el mensaje que se transmite a la sociedad es devastador: que se puede llegar alto mintiendo, que el mérito es un adorno, que la verdad es prescindible si se domina la narrativa.

La mentira en el currículum no daña solo a una empresa o a una institución. Daña al conjunto de la sociedad. Porque erosiona la confianza. Porque genera cinismo. Porque hace pensar que “todos lo hacen”, que “no importa tanto”, que la honradez es una ingenuidad reservada a los tontos.

Y sin confianza, ninguna comunidad puede sostenerse. Una sociedad en la que se premia al impostor y se castiga al honesto es una sociedad que camina hacia la descomposición. Es una meritocracia de cartón piedra, donde las competencias reales son irrelevantes si se domina el arte del embuste.

Quienes falsean su currículum lo hacen por debilidad, por un sentimiento de inferioridad, por miedo, por inseguridad, incluso por deslumbrar; y todo ello les convierte en personas ciertamente despreciables. Deberían pedir perdón y dimitir inmediatamente del cargo que ocupan. Pero sobre todo, mostrar vergüenza por un hecho deleznable, y por tanto despreciable e indigno; pero eso exige una valentía que rara vez se ve en los escenarios públicos.

Lo más común es el encubrimiento, el relato, la huida hacia adelante. Y eso es lo que convierte una mentira puntual en un fraude estructural. Porque falsear un currículum no es un simple desliz, ni un “pecadillo” sin importancia; es una fractura profunda en el principio del mérito. Es un engaño, pero también una declaración silenciosa de que no se cree en la propia valía. Y es, además, una traición a quienes sí se han esforzado, a quienes sí han estudiado, trabajado y construido una trayectoria honesta.

En un mundo que necesita urgentemente recuperar la verdad como valor político, profesional y humano, seguir tolerando al impostor es cavar un poco más la tumba del mérito, de la confianza y de la decencia.

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