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El futuro

por Javier Gómez Darmendrail
19 de julio de 2025
en Tribuna
JAVIER GOMEZ DARMENDRAIL
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Luis Mester

¡Aquellos trenes de vapor!

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“Nunca pienso en el futuro. Llega enseguida”, decía Albert Einstein. Y para los que ya peinamos canas, este presente es lo que para nosotros cuando éramos niños era el futuro. ¡¡Nada menos que 2025!! Quizá no sea el que queríamos, pero sí el que nos ha tocado. Un futuro lleno de pantallas, prisas, desconfianza y ruido. Y al mirarlo de frente, muchos sentimos que hemos llegado a un sitio donde no terminamos de reconocernos. Como si hubiésemos viajado al porvenir, pero dejándonos por el camino algo esencial: la seguridad, la decencia, la calidez de lo humano.

Ya nos avisaba Anatole France que el porvenir es un lugar cómodo para colocar los sueños. Quizá por eso durante años nos dijeron que el futuro sería brillante. Más cómodo, más libre, más justo. Que la tecnología nos regalaría tiempo, que la democracia nos daría voz, que el progreso nos haría mejores. Pero a veces da la impresión de que cuanto más avanzamos, más solos estamos. Cuanto más conectados, más desconectados de lo que importa.

No se trata de nostalgia pura, ni de idealizar un pasado que también tuvo sus sombras. Se trata de una sensación íntima de pérdida, de haber cambiado cosas valiosas por otras que no lo son tanto. De que la seguridad se ha vuelto incertidumbre, y la decencia, rareza. No es nostalgia, es lucidez.

Hubo un tiempo -no tan lejano- en que la vida era más previsible. Había normas claras, costumbres compartidas, una sensación de orden que hoy parece ingenua pero que ofrecía algo muy valioso: sentido de pertenencia y horizonte vital. La palabra dada valía. El respeto a los mayores era algo incuestionable. Las familias, aunque no perfectas, eran un refugio. Las calles, incluso al anochecer, no daban miedo. Se podía criar hijos con la esperanza razonable de que tendrían un futuro mejor. Y aunque el progreso era más lento, también era más sólido.

Hoy, en cambio, todo parece provisional, volátil, descompuesto. Las palabras se reinterpretan, las promesas se olvidan, los vínculos se debilitan. El lenguaje político se ha llenado de eufemismos, y el lenguaje cotidiano, de gritos. Ya no sabemos qué es verdad ni quién dice la verdad. Y eso socava una seguridad esencial: la de saber a qué atenerse.

Nos prometieron que la tecnología nos liberaría del esfuerzo inútil. Que podríamos trabajar menos, vivir mejor, estar más cerca. Pero, ¿qué ha ocurrido? Muchos sienten que están más vigilados, más esclavizados por el móvil, más dependientes de lo políticamente correcto. El tiempo que antes se dedicaba a hablar, a mirar, a pensar, ahora se disuelve en pantallas luminosas donde todo parece urgente pero nada es profundo.

¿Y los jóvenes? Crecen entre estímulos artificiales, expuestos a un mundo sin filtros, donde todo se ve pero poco se comprende. Tienen acceso a toda la información, pero les falta experiencia. Y lo peor: les falta esperanza. Muchos no creen en nada, no confían en nadie, no se sienten parte de ningún proyecto común.

Antes, aunque hubiera hipocresía o errores, existía una noción compartida del bien y del mal. Había cosas que estaban bien y cosas que estaban mal. Punto. Hoy, en cambio, todo depende del contexto, del punto de vista, del relato. Se ha confundido la libertad con la impunidad, la tolerancia con la indiferencia, el respeto con la autocensura.

Se insulta más que nunca en nombre de la dignidad, se censura más que nunca en nombre de la libertad. Y mientras tanto, la decencia se ha vuelto invisible, casi sospechosa. Hablar con cortesía, vestirse con dignidad, ser honesto, cumplir con el deber… parecen valores de otro siglo. Pero no lo son. Son valores humanos, intemporales, esenciales. Y quizás por eso tantos los echamos de menos.

También ha cambiado nuestra relación con las instituciones. Antes, el Estado era el marco donde se resolvían los conflictos, donde se defendía al débil y se premiaba el esfuerzo. Hoy, muchos ciudadanos lo sienten como un ente lejano, frío, normativo, que exige mucho pero ofrece poco. La justicia se percibe lenta y politizada. La sanidad y la educación, sobrecargadas. La administración, inabarcable.

La libertad, que antes se entendía como responsabilidad y capacidad de decisión, ahora se mide en términos burocráticos. ¿Podemos hablar libremente sin que nos tachen de algo? Y mientras tanto, los impuestos crecen, el gasto aumenta, pero la sensación de protección disminuye. Vivimos en una paradoja moderna: se recauda más para darnos menos.

No se trata de volver atrás. Sería imposible y quizás injusto. Pero sí de recuperar algo que teníamos y que el progreso, mal entendido, ha erosionado: el valor de lo sencillo, lo estable, lo humano. Quizás haya que dejar de correr tanto. Volver a conversar cara a cara. Enseñar a los niños a dar los buenos días. A agradecer. A escuchar. A comprometerse. Cosas pequeñas, pero que sostienen una civilización.

Quizás haya que exigir menos cambios y más verdad. Menos espectáculo y más coherencia. Menos expertos y más sentido común. Menos control y más confianza. Porque un futuro sin raíces humanas no es progreso: es desorden en las costumbres.

No es que antes todo fuera mejor. Pero hay cosas de antes que sí lo eran, y que podríamos haber traído con nosotros al futuro. No lo hicimos. O no nos dejaron. Por eso, quienes ya tenemos una edad, miramos este presente con asombro y, a veces, con tristeza. No porque no entendamos el mundo moderno, sino porque entendemos demasiado bien lo que se ha perdido.

Y quizás aún estemos a tiempo de recuperar algo de eso. De hacerlo no por nosotros, sino por quienes vienen detrás. Para que ellos también puedan, algún día, mirar el futuro sin sentir que viven en una tierra extraña.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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