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Sobre la guerra

por Emilio Montero Herrero
18 de julio de 2025
en Tribuna
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La guerra jalona, desgraciadamente, la historia de la humanidad. Está comprobado científicamente que son cortísimos los periodos durante los cuales el mundo ha gozado del inmenso bien de la paz, y las realidades que ahora palpamos no nos permiten ser demasiado optimistas. Parecen dar la razón a aquel hombre del Antiguo Testamento, que inspiradamente escribió que todas las cosas tienen su tiempo: “Tiempo de herir y de curar; tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de derribar y tiempo de edificar; tiempo de amar y tiempo de odiar; tiempo de guerra y tiempo de paz” (Ecle. 3.2).

En la actualidad, existen numerosos conflictos armados activos en diversas partes del mundo. El conflicto palestino-israelí, con raíces históricas profundas, se ha intensificado recientemente con ataques y represalias en Gaza, así como en otras zonas. La invasión rusa de Ucrania ha generado una crisis humanitaria y geopolítica de gran magnitud, con graves consecuencias para la población civil y la estabilidad regional. Varios países africanos, como Sudán, Nigeria, la República Democrática del Congo y Myanmar, están experimentando conflictos armados internos con graves consecuencias humanitarias. La guerra civil en Siria, que comenzó en 2011, ha dejado un saldo devastador, con millones de desplazados y una crisis humanitaria compleja. El conflicto en Yemen, que involucra a varias partes y potencias regionales, ha generado una de las peores crisis humanitarias del mundo. Además, existen otros conflictos en Asia, como el de Myanmar, con graves consecuencias para la población.

Hasta el momento, ninguna organización ha conseguido evitar las guerras. Filósofos, teólogos, juristas, sociólogos, economistas e historiadores han dedicado gran parte de su saber al estudio del fenómeno bélico. Físicos, químicos y científicos, en general, han cooperado de una forma u de otra al desarrollo de la industria armamentística. Pintores y escultores de renombre universal han plasmado en su obra los acontecimientos bélicos desde todos los ángulos y perspectivas.

Las verdaderas razones de su existencia son difíciles de conocer, aunque todos nos atreveríamos a decir que están íntimamente relacionadas con la política, con la economía, con los radicalismos ideológicos, con los fanatismos religiosos o con los problemas demográficos y raciales. Y a la cabeza de todas las causas, su protagonista principal: el hombre. Es la imperfección humana, con sus egoísmos, sus ambiciones, sus odios, inestabilidades y debilidades, el origen principal de los conflictos. Esta es la tragedia, esta es su complejidad, tanto para encontrar las causas concretas que las provocan, como para arbitrar los medios que la impidan.

Cuando las soluciones pacíficas fracasan, los gobiernos de las naciones se ven obligados a decidir entre la guerra o la pérdida de libertad y dignidad de sus pueblos. Las mismas razones que justifican la legítima defensa individual, asisten a los Estados cuando se ven injustamente atacados. El derecho a la legítima defensa es un principio esencial del derecho natural en el seno de una sociedad compuesta por seres imperfectos, capaces de robar, asesinar y violentar los espíritus.

Al margen de la fe personal, la doctrina de la Iglesia es reconocida universalmente como la más elaborada a través de los tiempos. Es consecuencia de una actitud mayoritariamente aceptada: “La fuerza puede emplearse a causa de la justicia”. Esta doctrina mantenida por la Iglesia Católica desde el siglo IV, fue defendida por personalidades de tan singular categoría como San Agustín y Santo Tomás. En el siglo XVI, el universal teólogo español Francisco de Vitoria, escribió que es lícito a los cristianos hacer la guerra, siempre que haya justa causa.

Con respecto a la legítima defensa, la Doctrina de la Iglesia recoge en varios artículos del Catecismo. El Concilio Vaticano II, en el capítulo V de la Constitución “Gaudium et Spes”, expone con claridad lo siguiente: “mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima defensa a los gobiernos”. San Juan Pablo II, en una alocución pronunciada con motivo de la 15 Jornada Mundial de la Paz, dijo: “Los pueblos tienen el derecho y aún el deber de proteger, con medios adecuados, su existencia y su libertad contra el injusto agresor”.

Son los gobiernos, con sus aciertos o errores, los responsables de que un pueblo viva en paz, de que sea justo, libre, seguro y próspero. Son ellos los que declaran la guerra y firman la paz, los que señalan las directrices de la Política Militar y los que determinan el porcentaje del PIB que se dedicará a gastos de defensa, aspecto importante, pues, aunque las guerras no se ganan sólo con dinero, tampoco se ganan sólo con heroísmo. “Si deseas la paz, comprende la guerra” (Liddell Hart).

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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