A todos nos gusta volver donde nos tratan bien. Al pequeño comercio me refiero. La amabilidad es muchas veces más importante que el producto o servicio que vaya uno a procurarse. Al menos, eso me parece a mí. Pero vamos con Azorín. Hace más de un siglo, este hombre tan serio y cada vez menos leído pronunció en su discurso de ingreso en la Academia una de esas frases que piden mármol para los que, ilusos como somos, seguimos apostando por hacer la vida más bonita a los demás. Detrás de un mostrador o de un ordenador, que tanto da: «Cualquiera que sea el trabajo que realicemos, grande o pequeño, lo esencial es realizarlo con vivo amor».
Un pequeño detalle, un gesto de calidad humana (de «vivo amor»), puede inclinar la balanza para que ese comercio —una frutería del mercado, un bar, una copistería— se convierta en nuestro lugar de referencia para hacer nuestras compras y pasar nuestro tiempo conversando con quien nos atiende. Sobre todo, a los que somos de poca mudanza y buscamos la fidelidad en todos los órdenes de la vida. La fidelidad: uno de esos valores de otros tiempos que empiezan a añorarse en los actuales. Luego decimos que somos infelices…
Vamos ahora con Cela, el gran Cela, un gigante arrumbado hoy por las conveniencias políticas, así decía en un relatito corto titulado El mal pastor, publicado en Café de artistas y otros cuentos de la Biblioteca Básica Salvat-RTV: «Es la propia convicción de la tarea que se acomete —y de la importancia que esa tarea tiene— lo que puede calificar, y cubrir de gloria, nuestros minutos y nuestra vocación». Y seguía: «Hacer las cosas —las que fueren— a gusto y conciencia de la importancia que las cosas tienen en sí mismas y en el espejo de nuestro propio corazón, es quizás la fórmula de la felicidad. Ser pescador sabiendo y queriendo serlo, y a ciencia y paciencia de que serlo es duro, y difícil, y glorioso, es tan importante (…) como haber descubierto las leyes de la gravedad o la penicilina». Mármol.
Última nota cultureta: dicen que Machado mantenía que lo que recordamos de los profesores que tuvimos en el pasado no son las enseñanzas que nos transmitieron, sino cómo nos hicieron sentir. Algo así. Esta feliz sentencia (con diversas formulaciones y atribuida a individuos de diversa condición, según la fuente) me lleva acompañando muchos años y cada uno que pasa me parece más oportuna para comprender lo que somos y lo que el tiempo va decantando en nosotros. Con el tiempo, la emotividad se encarga de apropiarse lo que más le conviene a su dueño y desecha casi todo lo demás. O acaso sea que el corazón, ese órgano impredecible que impone sus propias reglas, va ganándole a la memoria el espacio que a ésta le correspondía. Y digo yo: esto de dejar trabajar al corazón a su aire, sin refrenarlo más que lo necesario, ¿no será un gesto de madurez? ¿O de estar de vuelta de todo? Quizás las dos cosas sean la misma. Tengo que pensarlo.
Profesores. Ahora mismo puedo recordar con una sonrisa el nombre de muchos que, por su vocación docente, su capacidad de comunicación —de enseñanza—, hacían de sus clases momentos gozosos. Aulas universitarias a las que uno acudía con tiempo sobrado para no perder ni sitio ni ripio de lo allí iba a suceder.
Y todo sin faltar al rigor académico. Al contrario, nada de blandenguerías: exigirse y exigir. Lo primero que se le nota a un profesor en la tarima—a un guía turístico en la plaza, a un actor en el escenario o a un sacerdote en el ambón— es si se cree lo que está contando. Si de verdad lo que dice forma parte de su vida, de su sistema de valores, si lo que en ese momento comparte con los que lo escuchan le hace bullir por dentro, si lo emociona. Si es que sí, cuando todo engrana, cuando se traspasa ese umbral de la complicidad ofrecida y aceptada que deja atrás poses y máscaras, se abre una puerta hacia el conocimiento íntimo de las cosas. Y los fieles, los espectadores, los alumnos, los oyentes, incorporamos esos momentos, esas experiencias, a nuestro equipaje vital y los hacemos perdurar.
De otros docentes a sueldo, cumplidores de lo mínimo, consultadores del reloj, todos hemos olvidado sus nombres y el contenido de la materia que impartían. Leedores de apuntes, predicadores de funcionariado. Porque no nos hicieron sentir nada. Nada nos provocaron, nada nos provocan, sino ganas de quitarnos de encima su asignatura cuanto antes y de cualquier manera. Tiempo perdido.
Volviendo a los pequeños comercios y a lo que sus dependientes nos hacen sentir. Cuando uno experimenta la cordialidad, el afecto, como si el local fuera una extensión de la casa propia, está deseando volver. A mí me pasa. Y llega a hacer amistad con los dueños y los empleados. Y si la palabra amistad puede sonar a mucho, sí que se generan vínculos de simpatía, de confianza de doble sentido. Buen rollo lo llaman ahora. Buen rollo: así es como se crea pueblo, ciudad, comunidad, a través de relaciones sociales simples y sinceras en lo cotidiano.
Recientemente, me ha tocado vivir una pequeña anécdota que es la que me ha animado a escribir este artículo. Tras un minúsculo malentendido en un queridísimo comercio de Segovia del que soy fiel parroquiano, recibí un correo tan condolido como innecesario del otro protagonista de esta pequeña historia, pidiendo disculpas por nada. Una lección de saber estar, mucho más allá de la relación con el cliente, que siempre se presupone correcta. Mucho más allá. La calidad humana, el detalle inesperado, el vivo amor que nos salta a la cara sin esperarlo, es lo que nos hace decantarnos por uno u otro comercio, o por una u otra persona que nos sale al encuentro en la vida. El vivo amor. No hay otra cosa que dé mayor sentido a lo que hacemos en este mundo.
