En política, las caídas no siempre son producto de una derrota electoral o de una traición palaciega. A veces, el poder se derrumba cuando ya no queda nadie dispuesto a fingir que el sistema funciona. Esa fue la tragedia de Bettino Craxi, y podría ser —con sus diferencias— la de Pedro Sánchez. Bettino Craxi fue condenado por corrupción política y financiación ilegal de su partido, el P.S.I.
Ambos fueron hombres fuertes de sus respectivos partidos socialistas. Ambos supieron utilizar alianzas tácticas, narrativa política y concentración de poder para mantenerse en el centro del tablero. Ambos fueron vistos por sus correligionarios como brillantes estrategas… hasta que el sistema que los sostenía comenzó a resquebrajarse. Y, sobre todo, ambos compartieron algo mucho más peligroso que cualquier ideología: la creencia de que el poder real les pertenecía por derecho propio.
Craxi creía que era el hombre que dominaba Italia… hasta que Italia se hartó. Bettino Craxi fue, durante los años 80, el arquetipo del político moderno. Ambicioso, hábil, mediático, y con una red clientelar que le permitía gobernar en coalición desde el Partido Socialista Italiano (PSI). Durante años, nadie dudaba de su inteligencia ni de su eficacia. Era respetado, temido y, para muchos, inevitable.
Pero debajo de la superficie se había creado un sistema de financiación ilegal y gran corrupción institucional; por eso, cuando estalló la operación Mani Pulite (Manos Limpias), el castillo de naipes se vino abajo. Craxi se negó a dimitir, intentó desacreditar a los jueces, habló de “normalidad” en la financiación ilegal, y acabó huyendo a Túnez, condenado, aislado, y sin poder volver a su país.
Pedro Sánchez, presidente del Gobierno español desde 2018, aunque nunca gozó de la popularidad de Craxi, comparte con él esos mismos modos para recomponer mayorías imposibles, navegar en el lodo y dominar la agenda política. Su estilo personalista, su control férreo del PSOE y su perversa y casposa habilidad para polarizar a la sociedad en torno a su figura, le han convertido inmerecidamente en el centro del debate político.
Pero, como le ocurrió a Craxi, el poder de Sánchez también parece asentarse sobre arenas movedizas. La reciente polémica por el presunto tráfico de influencias en su entorno familiar y la situación de los tres pasajeros del Peugeot, sumada a la tensión abierta con el poder judicial, el uso instrumental de la amnistía y el desprecio sistemático a los contrapoderes (prensa, jueces, oposición), está empezando a generar un olor a crisis sistémica. Aún no hay una “Mani Pulite” española, pero ya hay muchos más fiscales, periodistas y jueces incómodos, que aplausos entusiastas en el hemiciclo.
Craxi creía que controlaba Italia. Sánchez cree que controla el relato. Pero en ambos casos se esconde el mismo error: confundir el dominio político con la legitimidad estructural. Es decir, pensar que porque se ganan votaciones, se tienen los informativos de cara o se pacta con aliados tácticos, el sistema no puede rebelarse.
Craxi aprendió demasiado tarde que la Justicia, cuando se siente atacada, puede volverse más peligrosa que cualquier partido de la oposición. Si Sánchez sigue tensando la cuerda del Estado de Derecho y degradando los consensos básicos, podría encontrarse con una reacción similar: una sociedad civil que ya no se cree su narrativa, y unas instituciones que se cansan de esperar a que rectifique.
Es justo reconocer que Pedro Sánchez, al menos de momento, no ha sido condenado ni investigado judicialmente, como sí lo fue Craxi, aunque hay mucha gente que cree que terminará mal. Pero la advertencia no va de legalidades sino de legitimidades. Craxi fue víctima de un sistema político corrompido hasta la médula, y cuando los ciudadanos creen que el poder solo sirve a quien lo ostenta, el sistema se derrumba.
Además, mientras Craxi huía hacia el exilio, Sánchez —por ahora— huye hacia adelante, con más polarización, más decretos, más confrontación. Pero en el fondo ambos comparten una peligrosa convicción: que pueden sobrevivir a cualquier tormenta, simplemente porque son ellos.
Italia tardó más de una década en reconstruirse políticamente tras la caída de Craxi. Muchos partidos desaparecieron. Surgieron líderes populistas. La confianza ciudadana quedó destrozada. Pero si el poder se sigue ejerciendo con esa mezcla de arrogancia táctica y desprecio a las formas, podríamos estar caminando hacia una crisis de incalculables consecuencias.
Pedro Sánchez debería saber que la política, en su mejor versión, no es solo el arte de mandar, sino de comprender. Gobernar bien exige inteligencia, experiencia, pero también una dosis de humildad: la capacidad de escuchar las lecciones del pasado y las advertencias de los grandes pensadores. Por eso debería mirar al sur, a la tumba olvidada de Bettino Craxi en Túnez; y cuando sea consciente de que el poder es frágil y tiende a agrietarse cuando se gobierna al filo del colapso, comprenderá por qué no puede salir a la calle, y por qué ha pasado del mando al descrédito.
