“Damas y caballeros, estos son mis principios, y si no les gustan, tengo otros”. Esta frase, envuelta en el humor corrosivo e irreverente de Groucho Marx, es mucho más que un chiste: es una radiografía implacable de cierto estilo de hacer política. Lo que comienza como una broma sobre la inconsistencia, pronto se convierte —cuando uno la observa detenidamente— en una parodia feroz del oportunismo, la falta de escrúpulos y la versatilidad ideológica al servicio del poder.
Groucho nos presenta al hipócrita, al cínico, al vendedor de humo que ofrece convicciones como si fueran corbatas en rebajas: si no le gusta ésta, pruebe aquélla. El principio deja de ser principio y se convierte en mercancía; en vez de ser una brújula, es un abanico de posibilidades. La coherencia se sustituye por la conveniencia. Lo que importa no es tener razón, sino tener razón ahora, con este público, ante esta cámara.
Y aquí es donde la caricatura grouchiana se convierte, casi sin quererlo, en una descripción minuciosa de ese personaje, ese líder de la opinión variable, que siendo presidente del Gobierno español, huye asustado de sus propios conciudadanos como si de un galgo se tratara. Y además calla y se esconde cuando le salpican los escándalos y solo ha salido cuando ya no tenía más remedio por el caso Cerdán. Porque si hay un político que ha hecho de la flexibilidad programática una verdadera religión, ese es él. Lo suyo no es la ideología, sino el transformismo. No tanto la convicción, como la supervivencia. La frase de Groucho no le ofendería; es más, podría figurar en el frontispicio de su despacho en Moncloa.
Recordemos: Sánchez, ese maquiavélico camaleón, prometió no pactar con Podemos (“no dormiría tranquilo con ellos en el Gobierno”), y terminó dándoles vicepresidencias. Aseguró que nunca permitiría que Bildu tuviera influencia política, y después contó con sus votos para sacar adelante leyes clave. Juró que no habría indultos para los líderes del procés, y después los concedió “por el bien de España”. Proclamó que no habría amnistía, y luego la presentó como “necesaria para el reencuentro”. Una vez más: si no les gustan mis principios, tengo otros.
Pero sería un error pensar que esta plasticidad es torpeza. En realidad, requiere talento (aunque sea del malo) para reconvertir la contradicción en relato, la incoherencia en pragmatismo, la rectificación en altura de miras. Es el arte de decir “donde dije digo, digo Diego” mientras se agita una bandera “progresista” o una defensa de los suyos. Porque ese personaje, ese político de usar y tirar, no rectifica: evoluciona. No traiciona, dialoga. No cede, construye puentes. Y si alguien lo niega y señala la incongruencia, se le acusa de facha y de crispación, y ya está.
Groucho Marx lo habría admirado. Porque ese personaje, ese mercader del poder, ha conseguido algo más difícil que gobernar: ha logrado gobernar sin necesidad de parecer coherente. Ha convertido el cambio de postura en virtud. Donde otros ven cinismo, él ve estrategia. Donde otros claman por principios, él responde que lo único importante es estar en La Moncloa. El fin justifica los medios, y si no justifica estos, ya encontraremos otros.
Lo más llamativo es que muchos de sus votantes, en el fondo, lo saben. No votan a ese virtuoso de la oportunidad porque sea fiel a sus principios, sino porque esperan que gane, y evite que gobierne la derecha. El político de principios, el que dice: “esto no lo hago, aunque me cueste el cargo”, actúa de una forma admirable; pero los más sectarios pretenden convencernos que eso es algo antiguo. Sin embargo, el de los “otros principios”, aunque es visto como desvergonzado, muchos lo prefieren. Y esa es una de las grandes tragedias de la política contemporánea: la desvergüenza ha sustituido a la ética, y la fidelidad a las ideas se ve como una desventaja.
En suma, la frase de Groucho Marx, nacida para arrancar carcajadas, se convierte en el epitafio de un tipo de política que hemos normalizado: la del principio intercambiable. Y el personaje del que hablamos, ese oportunista, con su biografía política llena de giros, cesiones y contradicciones, no desmiente esa frase: la personifica. Y lo hace con tanta naturalidad que ya ni escandaliza. En ese sentido, no es que sea un mal Groucho Marx: es un Groucho sin risa. Una versión seria, gris y calculadora del bufón que decía la verdad disfrazada de chiste.
