El pasado 19 de mayo, el ínclito presidente de Estados Unidos Donald Trump y el inefable Vladimir Putin, presidente de Rusia, estuvieron hablando dos horas por teléfono. ¡Dos horas! Me pregunto ¿de qué hablaron dado los resultados de su conversación?
Supongo que tras los inevitables saludos de cortesía y las necesarias preguntas acerca de cómo estás y qué tal la familia, y las convencionales qué tal tiempo hace, cómo se presentan las cosechas de este año, hablarían de cosas más íntimas en las que el presidente ruso le pediría algún consejo sobre qué palo de golf usar de salida cuando el hoyo es un par cuatro y el americano le preguntase sobre la mejor munición para abatir un alce. Es un suponer porque en realidad no sé si Putin juega al golf ni si Trump va de caza.
Me gusta imaginarme esos teléfonos negros o rojos, gruesos y firmes con el auricular pegado a la oreja y el altavoz en la boca y las manos cansadas de agarrarlo y las orejas rojas de tanto apretarlo. Me acordaba de la parodia, fallida pero con algún buen momento, de Stanley Kubrick “¿Teléfono rojo?, Volamos hacia Moscú” (1964). Pero ya sé que en estos tiempos utilizarían manos libres y hasta es posible que fuera una video conferencia.
Estos preliminares, en el mejor de los casos, puede durar veinte minutos o media hora si cada uno habla en su idioma y hay que esperar al traductor. Vale, pero la otra hora y media, ¿de qué hablaron?
No quisiera ser mal pensado, pero me temía que al menos una hora se les fue en negociar cómo repartirse Ucrania disimulándolo con planes de paz. Sospechaba que la conclusión sería algo así como: “Tú te quedas con el territorio y pones y quitas presidentes, trasladas a los ucranianos a Siberia y repueblas el país con rusos procedentes de cualquier lugar que hablen en ruso y no se les ocurra plantear ninguna reivindicación nacional”. Y la otra parte diría: “Vale. Tus amigos se quedan con las concesiones de explotación de “las tierras raras” para el próximo siglo aportando una parte de sus beneficios en cuentas a acordar y además te conviertes en el hombre que consiguió la paz. Nos encargaremos de manipular la información para que hasta te pueden dar el premio Nobel”.
Creía yo que así de fácil se podía conseguir la paz para Ucrania. Los jóvenes ucranianos dejan de morir en la guerra y tienen una casita gratis en Siberia. Y los nuevos habitantes de la nueva Ucrania, se convierten en fervientes defensores de que ese es su lugar en el mundo conseguido gracias al padre Putin, heroico defensor de la madre patria.
Y quizás como apostilla, el presidente americano le pidiese que le explicase los detalles de la expulsión de los ucranianos para aplicarlo en primer lugar a Gaza y luego a todos los territorios palestinos, que son un incordio, y no comprenden que el futuro de su país es llenar la costa oriental del Mediterráneo de hoteles y villas de lujo y, si quieren, que se queden como camareros o sirvientes y si no que se vayan.
Pero pasados los días, resulta que no. Ahora Trump ha descubierto que Putin está loco y que no es tan fácil de manejar como él sospechaba. Y el caso es que Netanyahu tampoco. Se ha encontrado con dos rivales con tan pocos escrúpulos morales como él. El sátrapa ruso es tan ambicioso que nada se le pone por medio hasta llegar a zar de todas las Rusias. Y el israelí es tan sibilino que está dispuesto a exterminar a los habitantes de Gaza para enterrar sus problemas con la justicia como si fuese uno de los jueces bíblicos no en balde, en aquella tierra combatió Sansón contra los filisteos.
Ambos se sintieron agredidos. Putin por la nefasta política represiva de los ucranianos en el Dombast, regiones de tradición rusa, y Netanyahu por la terrible agresión terrorista de Hamás, pero creo que todos estamos de acuerdo en que las reacciones son totalmente desproporcionadas.
El papa León se ha ofrecido a mediar en ambos conflictos pero como preguntaría Stalin “¿Con cuántas divisiones blindadas cuenta el Vaticano?”. Me temo que la fuerza moral no sea suficiente para doblegar los mezquinos intereses económicos y las ambiciones de grandeza de los autócratas de nuestro tiempo.
