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Cuando la dignidad se puso en pie

por Javier Gómez Darmendrail
13 de mayo de 2025
en Tribuna
JAVIER GOMEN DARMENDRAIL
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Vivimos tiempos extraños, donde lo evidente se disfraza, donde la palabra se convierte en humo y donde la dignidad parece un lujo, una nostalgia, una reliquia de tiempos mejores. Pero el pasado 10 de mayo se alzó un clamor, porque la manifestación en Colón convocada por ciudadanos de 129 asociaciones y voces libres, quiso ser más que una protesta: quiso ser un recordatorio. Un recordatorio de que España no es propiedad de ningún partido, ni de ningún líder, ni de ningún aparato de propaganda. España pertenece a su gente. Y esa gente ha dicho basta.

Esta concentración no fue un acto de crispación, como dirán los de siempre. Fue un acto de afirmación. Afirmación de la democracia, de la justicia, del respeto a la verdad y, sobre todo, de la dignidad nacional, hoy maltratada, manipulada y puesta en venta por quien debería ser su principal guardián: el presidente del Gobierno.

Pocos términos tan potentes y a la vez tan maltratados como “dignidad”. La usamos para todo. Pero en política, la dignidad tiene un significado muy claro: gobernar con integridad, respetar las reglas del juego democrático, servir al interés general y no traicionar la confianza de los ciudadanos. Y eso es precisamente lo que hoy se encuentra en entredicho.

Pedro Sánchez ha cruzado demasiadas líneas con prepotencia. Y no hablamos de errores humanos o de decisiones discutibles que toda política conlleva. Hablamos de un patrón continuado de tergiversación, de claudicación, de amoralismo calculado. Hablamos de un gobernante que ha usado el poder no para unir, sino para dividir; no para defender el Estado de Derecho, sino para mercadear con él; no para servir, sino para perpetuarse. Y esto es lo que el 10 de mayo muchos ciudadanos quisimos denunciar. No desde el odio, no desde la revancha, sino desde una convicción serena: España merece algo mejor.

A estas alturas, la lista es larga. Tan larga que muchos ciudadanos, incluso quienes votaron al PSOE con esperanza, ya no pueden mirar hacia otro lado. Pedro Sánchez ha actuado como si el Estado fuera un escenario a su servicio. Ha ninguneado al Parlamento, al Poder Judicial, ha despreciado las advertencias de los juristas, ha pactado con quienes niegan la legitimidad de la nación que dice representar. Todo por unos escaños, todo por mantenerse un día más en el poder. Y mientras tanto, se ha erosionado la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Se ha sembrado una desafección que costará años reparar. Se ha transmitido la idea de que la ley no es un principio, sino una herramienta moldeable. Y eso es letal para cualquier democracia que aspire a perdurar.

Lo que está en juego no es una legislatura. Ni siquiera un proyecto político. Lo que está en juego es la salud de nuestra convivencia democrática, la fortaleza de nuestro Estado de Derecho y la dignidad de una nación que no puede ser tratada como un peón en el tablero de ambiciones personales.

Lo que algunos llaman “gobernabilidad” no es sino chantaje aceptado. Lo que llaman “diálogo” es, en demasiados casos, sumisión revestida de retórica buenista. Lo que llaman “progreso” es, muchas veces, ruptura institucional maquillada de modernidad. España no necesita más propaganda. Necesita verdad. Necesita justicia. Necesita líderes que comprendan que el poder no es un fin, sino un medio al servicio de todos.

Por eso la concentración del 10 de mayo tuvo un valor especial. Porque nació de abajo, no de arriba. Porque no responde a cálculos electorales, sino a una indignación cívica profunda. Porque agrupó a gentes de ideologías diversas que comparten una certeza: que hay momentos en los que callar equivale a consentir. Esta concentración no pretendía derribar gobiernos desde la calle, sino

 

despertar conciencias. No fue una algarada, fue una interpelación. No buscaba sustituir las urnas, sino recordar que el poder emana del pueblo y debe rendir cuentas ante él.

Y sí, se pidió la dimisión de Sánchez. Porque un gobernante que ha perdido la confianza de una parte tan significativa del país, que ha gobernado contra su palabra y contra sus principios proclamados, que ha normalizado lo inadmisible y que no puede salir a la calle, no puede seguir al frente de la nación sin agravar el descrédito de las instituciones. Como dijo el filósofo y escritor alemán Georg Chistoph Lichtenberg: “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”. Y es que si un gobierno cruza las líneas éticas, no solo se degrada a sí mismo, sino que arrastra a la sociedad hacia el desencanto y la desafección.

Algunos intentarán deslegitimar la concentración y echarán la culpa al franquismo (aunque saben que eso ya no existe en España), dirán que es un acto de la derecha, o de los ultras, o de los resentidos. Pero no es cierto. En realidad fue un acto de españoles libres, conscientes, que se niegan a ser cómplices del deterioro de nuestra democracia. Que quieren mirar a sus hijos sin vergüenza. Que creen que aún es posible recuperar la decencia en la vida pública. Porque el verdadero radicalismo no está en quienes protestan, sino en quienes gobiernan sin principios. El verdadero extremismo no está en los ciudadanos que se movilizan, sino en quienes están dispuestos a dinamitar las bases del Estado de Derecho con tal de conservar su sillón.

Puede que esta concentración no cambie nada a corto plazo. Que los medios oficialistas la minimicen. Pero sí puede marcar un punto de inflexión moral. Un momento de toma de conciencia. Una chispa que, con el tiempo, reanime la exigencia de una política con alma, con ética, con sentido de Estado.

España ha vivido otras noches oscuras. Pero siempre ha sabido despertar. Siempre ha sabido decir “hasta aquí hemos llegado”. El 10 de mayo puede ser uno de esos días en que el pueblo, sin alzar la voz con odio, la alzó con dignidad. Y esa voz, ese clamor ciudadano por la democracia, la verdad y el bien común, cuando es firme, cuando es justo, cuando es sereno, acaba haciendo historia.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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