Como todos los años, cuando las eliminatorias europeas llegan a su fase decisiva y se aprieta la Liga, no solo vuelve el fútbol de verdad: también asoma el histrionismo digital. En cuanto el balón cruza la línea de gol, no faltan quienes —sin haber corrido un solo metro, sin haber sudado una gota, sin más mérito que acertar con el dedo en la aplicación de WhatsApp— se visten de gloria. La victoria de “su” equipo les otorga, mágicamente, autoridad moral para pontificar, mofarse o erigirse en jueces y verdugos.
La épica la firman otros, pero ellos la celebran como si se les debiera una estatua. Y si el vecino pierde, mejor aún: emerge entonces la farsa suprema, el jolgorio sádico del que jamás ha chutado un balón sin que se le vaya a Cuenca, pero se cree con derecho a ridiculizar al que cae. Memes, estados, mensajes baratos…
Cuando llega la derrota, entonces no queda otra que culpar al árbitro, a la UEFA, al césped, al VAR, al destino… o esconderse. No hay autocrítica, solo conspiración. No hay el más mínimo reconocimiento; al contrario, solo victimismo.
Hoy, Barça y Madrid se juegan media Liga. Y mientras los futbolistas sudarán cada balón, miles de espectadores aguardan, teléfono en mano, dispuestos a alardear o burlarse según sople el viento. Conviene recordar, aunque duela, que ningún pase lo diste tú, ninguna parada fue tuya, ningún remate salió de tu empeine. Ganó o perdió tu equipo, no tú. Así que la próxima vez que te envalentones en la victoria o te encierres en el pataleo de la derrota, recuerda: la grandeza no está en el escarnio ni en la excusa, sino en saber perder… y en saber ganar sin hacer el ridículo.
Y, no lo olvidemos, que este carrusel de fanatismo no surge solo. Ciertos jugadores, con sus gestos altivos, sus arengas impostadas y sus redes inflamadas, echan leña al fuego. Y determinados programas de televisión, más pendientes del show que del deporte, convierten cada partido en una batalla tribal. La grada grita lo que le enseñan a gritar. Así vamos.
